Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 08 jul 2021 / 19:06 h.
  • La muerte del matador segoviano estremeció al mundillo taurino hace un lustro./ EFE
    La muerte del matador segoviano estremeció al mundillo taurino hace un lustro./ EFE

Nadie podía dar crédito. Los móviles del toreo empezaban a echar humo mientras las redes, adelantándose a los medios, daban por seguro el fatal desenlace. A Víctor Barrio le había matado un toro de Los Maños en la plaza de Teruel... El pitón del animal –decían- le había llegado al corazón. Las imágenes del percance no tardaron en hacerse presentes en las pequeñas pantallas. Víctor toreaba con la mano izquierda al animal, llamado ‘Lorenzo’, que hizo hilo entre muletazo y muletazo descubriendo al matador. Lo derribó en una primera voltereta y cuando lo tuvo en el suelo no le perdonó, hundiendo el pitón de costado a costado. No había remedio. Cuando le recogieron del ruedo ya estaba muerto. Curro Díaz, que abría cartel, fue el encargado de estoquearlo. Al día siguiente toreó en Pamplona junto a Iván Fandiño –que ya había iniciado su propia cuenta atrás- y Juan del Álamo. La función debía continuar...

Era una tarde más del nomadeo taurino del mes de agosto, eclipsada por la poderosa aura de la feria de San Fermín. Y aunque no era un cartel de esplendores tampoco no le faltaba interés. Víctor Barrio había dejado atrás los fulgores de una prometedora carrera como novillero y peleaba en la trastienda del oficio para enderezar su carrera de matador y consolidar su propio hueco en la ferias. Aún no abundaban los contratos pero había que seguir... Había tomado la alternativa poco más de cuatro años antes, el 8 de abril de 2012 en Madrid, justo en el mismo mes, el mismo año que nació en tierras aragonesas ese toro de Los Maños que se convertiría en su verdugo.

Las mismas redes sociales que habían aventado la mala noticia no tardarían en revelar lo peor de esta sociedad ternurista y mediocre que se emociona con sus mascotas y llega a celebrar la muerte de un hombre. Hace casi cuarenta años, la muerte de Paquirri había estremecido a un país que aún no había caído en la esquizofrenia. Al cabo del tiempo, el ocaso de Víctor Barrio sirvió para enseñar el calado de ciertos mensajes que sólo quieren socavar nuestra propia identidad. Especialmente sangrante fue la intervención de cierta desalmada de la que no merece la pena ni repetir su nombre. El peso de la justicia ya ha caído sobre ella...

Una lista trágica

Seguramente no corren tiempos para empeñar la vida en ningún sueño pero el toreo se sustenta en la sangre de sus héroes. Sin la promesa cierta de esa muerte que los toros llevan prendida en los pitones hablaríamos de un ballet hueco, de un ejercicio absurdo. Pero los toreros son actores que representan un drama en el que se puede morir de verdad. Ésa es la auténtica verdad que alienta esta profesión que sólo está al alcance de aquellos que no tienen reparo en jugarse todo para alcanzar sus metas.

El toro, siempre el toro... La muerte de Víctor Barrio refrescó el recuerdo de esos veranos peligrosos que han dejado su propia estela de caídos y ha totemizado los astados que inmortalizaron a los toreros que dejaron su aliento en el empeño. Joselito el Gallo murió en una tarde de mayo, corneado por ‘Bailaor’: fue la tragedia más emblemática del toreo antes de que aquella preguerra que pasaría a la historia menuda de España como la Edad de Plata dejara su propio reguero de víctimas: hablamos de Valerito, Granero, el segundo Litri, Gitanillo de Triana, Pascual Márquez... Federico García Lorca escribió la más hermosa elegía en castellano a la muerte de su amigo Ignacio Sánchez Mejías, comido de gangrena en el larguísimo y tortuoso camino de Manzanares a Madrid después de ser corneado por ‘Granadino’, el toro de Ayala, en una tarde agosteña de 1934 que clausuró toda una época.

Muerte en la tarde: a cinco años del fallecimiento de Víctor Barrio
La cornada y muerte de Manolete en Linares marcó a fuego la historia doméstica del país. Foto: Cano

Pero la memoria de los más viejos se detiene en otra muerte emblemática que marcó la larga posguerra y sobrecogió al país en una mañana, también de agosto. Manolete fue inmortalizado por un toro de Miura llamado ‘Islero’ que agrandó la leyenda negra de la vacada sevillana. La memoria reciente recoge otros percances de toreros que no alcanzaron la fama pero dieron su vida en el ruedo. Podemos reseñar, entre otras, la cornada mortal del modesto diestro canario José Mata en Villanueva de los Infantes. Corría el año 1971. Tres años después llegaría la muerte del portugués José Falcón en la Monumental de Barcelona, desangrado por emperrarse en dar muerte al toro que le había herido.

Antonio Bienvenida, el maestro retirado, cayó en un absurdo accidente campero con el cuello tronchado. Fue en los campos de El Escorial en 1975 pero el país se estremecería por completo, nueve años después, con aquella muerte grabada en VHS por la cámara de Antonio Salmoral que se convirtió en icono de la yema de los 80. Todo el mundo sabe qué hacía, dónde estaba el día que murió Paquirri. La hombría del diestro de Barbate en la mesa de operaciones de Pozoblanco paralizó aquella España sin móviles, de endiabladas carreteras y con enfermerías que aún eran simples cuartos de curas. José Cubero Yiyo, el emergente torero madrileño que preparaba su asalto a la cumbre en la bisagra de la década fue el encargado de dar muerte a ‘Avispado’ sin poder saber que un año más tarde estoquearía a ‘Burlero’, el mismo animal que le había partido el corazón. Yiyo murió en los brazos de su hombre de confianza, El Pali. Su hijo, El Pirri, sostuvo el último aliento de Victor Barrio en Teruel.

Muerte en la tarde: a cinco años del fallecimiento de Víctor Barrio
Paquirri y El Yiyo, haciendo el paseíllo en Pozoblanco el 26 de septiembre de 1984.

Menos de un año después, el universo taurino volvería a estremecerse con la muerte de otro torero. Iván Fandiño se desangró literalmente entre la localidad francesa de Aire-Sur-L’Adour y el centro hospitalario de Mont de Marsan al que fue trasladado después de una somera intervención en la enfermería de la plaza. El toro que le mató, del hierro de Baltasar Ibán, ni siquiera le había correspondido en el sorteo mañanero. Fue un cúmulo de mala suerte, un mal tropiezo en el quite correspondiente, el pitón que le atravesó el cuerpo, la sangre que se derramó sin remedio y sigue alentando la verdad de este viejo oficio que representa una tragedia real en la que, por más que grazne este mundo desquiciado, aún se puede morir de verdad.