Aquel plasma noruego, utilizado al final de la Segunda Guerra Mundial, ya había sido probado con escasa fortuna en la atención a los heridos de la trágica explosión del polvorín de Cádiz, de la que también se han cumplido 70 años recientemente. Y su dudosa eficacia iba a volver a ponerse de manifiesto en Linares. El doctor Luis Jiménez Guinea, con la bolsa del fatídico plasma bajo el brazo, había llegado a la ciudad minera a uña de neumático procedente de Madrid. Gitanillo de Triana, que era un habilísimo conductor y había alternado con el diestro cordobés aquella misma tarde, había tomado el propio coche de Manolete –un veloz buick azul– para ir a buscar al prestigioso médico hasta El Escorial, volando por aquella N-IV de 1947. El galeno llegó de madrugada al hospital de los Marqueses de Linares. Manolete, que ya había sido operado y estabilizado con éxito en la enfermería de la plaza, también había recibido sendas transfusiones de sangre –brazo a brazo– de un cabo de la Policía Armada llamado Juan Sánchez y el torero Parrao.
Pero el equipo médico ya había comprobado que difícilmente iba a aguantar ninguna más. A pesar de todo, el prestigio de Jiménez Guinea se impuso a la opinión del doctor Garrido, el médico que había dirigido la operación en la enfermería, contrario a aplicar aquel famoso plasma. «Don Luis, ¡no veo!», fueron las últimas palabras de Manolete. El funesto plasma sólo había comenzado a fluir por las arterias de aquel torero para olvidar una guerra. Murió instantáneamente antes de que despuntara el amanecer del 29 de agosto...
Manolete había llegado a Linares en la cúspide de su fama, arrastrando el peso de la púrpura, y –posiblemente– apurando los últimos capítulos de su vida profesional. Aparentaba más, muchísimos años más que los 30 que había cumplido algunas semanas antes de ese 28 de agosto. Su nombre destacaba, con letras muy grandes, en los carteles de la feria de San Agustín sobre el resto de actuantes. Gitanillo de Triana le abría cartel. El tercer espada de la jornada, Luis Miguel Dominguín, era un cachorro que mezclaba descaro e ínfulas de gran figura. Lo sería. En los corrales se había encerrado una corrida de Miura que los Balañá habían destinado a Linares después de desestimar su lidia en Murcia. La historia se escribe con casualidades.
Islero, segundo del lote de Manolete, se había enchiquerado para saltar al ruedo en quinto lugar. No fue un toro aparatoso que llamara la atención por nada en los corrales. Negro, entrepelado y bragado, tampoco destacó por su juego aunque Manolete se entregó con él más allá de lo que dictaba el sentido común. Unas ceñidas manoletinas –marca de la casa– fueron el preludio de la estocada, cobrada a cámara lenta, exponiendo todo y dejando el muslo al alcance del pitón. La cornada fue seca y certera. El asta penetró en el muslo derecho del matador, que giró sobre sí mismo antes de caer en la arena. Islero le pasó por encima y fue a morir junto a las tablas. La impresión, desde el primer momento, fue de un percance gravísimo. Guillermo, su mozo de espadas, no dudó en saltar a la arena. Se lo llevaron a puñados, sangrando a chorros por el boquete que su fiel Guillermo trató de taponar inútilmente. El Pelu, primo hermano y hombre de confianza, se aferró al otro muslo y Dominguín, estupefacto, contempló la escena aferrado a su capote de brega. Equivocaron el camino, perdiendo unos segundos preciosos. Pero el doctor Garrido, una eminencia en Linares, ya esperaba en la enfermería, una amplia y luminosa estancia que estaba bien dotada para la época.
Manolete entró muriéndose, literalmente, en aquel cuarto de curas. Pero Garrido, auxiliado por el doctor Corzo y otros facultativos de la zona, logró salvar al hombre. El Monstruo cordobés sufría severísimos destrozos vasculares pero lo peor había pasado. Una camilla de mano, cubierta por una leve tumbilla, fue el medio escogido para transportar al torero al hospital de los Marqueses de Linares. Manolete había recobrado la consciencia y hasta se fumó un cigarro que apuró Cantimplas. Camará, su apoderado de siempre, y Álvaro Domecq, amigo íntimo y albacea, se hicieron cargo de la situación. Lupe Sino, el amor de su vida, llegó de Lanjarón y se quedó esperando en una sala contigua. Sólo le dejaron entrar cuando todo era irremediable. Avanzaba la madrugada y ya no había vuelta atrás. Un buick azul había llegado de El Escorial. El resto ya está en la historia.