Arthur Koestler, espía soviético y traidor encarcelado en Sevilla

La cara B del excelente escritor húngaro-judío la protagonizó en Sevilla un Koestler más lastrado por sus paranoias e imposturas. En La Ranilla pagó ciertas facturas vitales

Arthur Koestler, espía soviético y traidor encarcelado en Sevilla

Arthur Koestler, espía soviético y traidor encarcelado en Sevilla / Juan-Carlos Arias

Juan-Carlos Arias

Arthur Koestler fue un ser apasionado. Nació en Budapest en 1905. Le perseguían complejos y grandezas, más las peores bajezas humanas. Su don escritural le hizo periodista, novelista, editor y ensayista. La poligrafía le convirtió en un celebrado autor. El personaje que forjó trasciende a un suicidio –que registró intentonas previas- en Londres en 1983. Meses antes se hizo militante de la eutanasia por padecer un terrible cáncer.

La intensa vida del escritor le hizo viajar por toda Europa, Asia Central, Polo Norte o Palestina. Pero su oficio lo trasmutó en un urbanita entre Budapest, Moscú, Viena, Berlín y Londres, donde acabó su vida poseído por la leucemia Encontraron su cuerpo inerte en el salón de su casa, sentado en un sillón y con una copa de licor en la mano. Su última y tercera esposa, Cynthia Jeffries, 20 años más joven y con exultante salud, se suicidó con el escritor tras una ingesta brutal de barbitúricos.

Nuestro hombre en Sevilla

Koestler llega a la capital de La Giralda en plena sangría del General Queipo de Llano a finales de julio de 1936. Las credenciales que le protegen y avalan en días difíciles son intachables: sendas cartas de recomendación de Gil-Robles (líder derechista) y de Nicolás Franco, hermano del Generalísimo. El salvoconducto como reportero del News Chronicle, rotativo británico, garantizan el disfraz de espía del Komintern soviético. En realidad, desde Moscú interesaba la presencia del espía-periodista en una Sevilla que se rindió al golpe franquista, aterrorizada por las armas.

El camaleonismo de Koestler mereció libros. ‘Nuestro hombre en España’ (Alrevés Editorial, 2017) de Jorge Freire es uno. Su autor repasa la ubicua estancia española del húngaro. Se amplió con juergas portuguesas en el casino de Estoril, cerca de Nicolás Franco, compañero de tales francachelas. Los días ibéricos de Koestler se justificaban por el espionaje.

Los soviéticos querían pruebas del apoyo nazi-fascista al golpe de Franco a la Segunda República española. En Sevilla, obviamente, encontró suficientes evidencias. Su papel exigía que entrevistara al General Queipo de Llano. Lo hizo la noche del 26 de agosto de 1936 tras una arenga radiofónica en Unión Radio (hoy Radio Sevilla) del vallisoletano.

El espanto de Koestler ante el ‘Virrey’ de Sevilla fue parejo al que sintió Chaves Nogales tras entrevistar, años después, a Goebbels imaginándole en el poder junto a Hitler, algo que sucedió. Koestler Relató, entre otras singularidades, que le salían babas salivares al General por las mejillas tras detallar cómo debían violarse las mujeres de los rojos. Tan explícito dato emergía de un degenerado psicópata, según Koestler.

Aunque Koestler, hombre de acción y a sus anchas por Sevilla, se sentía avalado tuvo un percance que le llevó a la cárcel pocas horas después de entrevistarse con Queipo. Fue reconocido en el bar del Hotel Cristina, donde estaba alojada la Legión Cóndor nazi. Un ex colega de la cadena de periódicos germana Ullstein-Verlag, mientras dialogaba con tres jefes militares españoles en alemán, lo delató al bando franquista. En Berlín el Koestler periodista era conocido por su acreditaba y confesa militancia comunista. Su ‘chivato’ nazi evidenció que era un infiltrado de los soviéticos.

La denuncia del reportero alemán llegó hasta el despacho de Luis Bolín. Este oficiaba como jefe de propaganda de Franco [alquiló el Dragon Rapide con que voló el General gallego desde Canarias y Marruecos hasta la península para liderar el golpe]. Koestler dio con sus huesos en la atestada cárcel hispalense de La Ranilla. Así se documenta en el Archivo Provincial. En aquella prisión fue testigo de incontables atrocidades, pues estuvo varios meses y pendía su candidatura al paredón.

La libertad la alcanzó gracias a sus jefes británicos, quienes desconocían el verdadero estatus operativo de Koestler en España. Bolín había prometido ‘matar como un perro’ al escritor húngaro, cuyas mentiras comenzaba a traer de cabeza a más de uno. En 1937 Koestler publica Testamento Español. En tal obra oculta sus pinitos como espía soviético. Detalló cómo salvó la vida tras ser detenido, nuevamente en Málaga. Allí fue condenado a muerte. Finalmente, la baraka (buena suerte) del escritor le salvó la vida al intercambiarse con la esposa del aviador Carlos Haya. Bolín tuvo que tragarse ese sapo, aunque ganas no faltaron para que acabara su cuerpo en una cuneta.

Los días españoles de Koestler incluyen sus servicios a la IIª República española como propagandista en sus escritos. En el Madrid sitiado por los franquistas pasa una temporada en el Hotel Florida junto a Hemingway, Malraux, Regler y otros periodistas-escritores que cubrieron los últimos días del Madrid republicano. Fue antes de huir a Valencia, donde se instaló provisionalmente el gobierno español.

Koestler y sus enigmas

Los biógrafos de Koestler (Hamilton, Cesarini, Levene, Mikes, Scammell, Maine, Pearson...), dada la excelencia de sus escritos, aportan diferentes prismas del personaje. El escritor lo hacía en alemán (lengua familiar) y húngaro (nativo) aunque adoptó el idioma inglés cuando se afincó en Londres.

Diagnosticado de Parkinson en 1976 concibió experiencias místicas, practicó culto al exceso y salió airoso de situaciones límite (conoció el pasillo [celda] de la muerte dos veces, fue detenido y vapuleado varias veces) y lo probó casi todo. Su pasión vital la extendió a sus parejas, que lo defendían con denuedo. Tuvo mucho éxito, cual Don Juan, con las mujeres.

Koestler, que llegó a suplantar a Einstein e hizo de su judaísmo polémica, tenía educación liberal. Acabó maridando lo freudiano, el sionismo, el comunismo, el existencialismo, las drogas psicodélicas y la parapsicología hasta convertirse en ferviente defensor de la eutanasia. Al húngaro le podían las tendencias filosóficas. No le importaba ni le preocupaba su rigor. Si viera nuestros días se aficionaría a los ‘trending topics’ del pensamiento más consumista. Sería casi seguro un ‘influencer’.

Su desencanto del comunismo soviético lo plasmó en El cero y el infinito (1941), una influyente obra. El éxito del volumen le invitó a participar en eventos patrocinados por la mismísima CIA norteamericana -lustros después- en el Berlín que conocía bien de joven comunista que constató con Stalin al demonio de sus creencias ideológicas de su segunda juventud.

Las paradojas y contradicciones del personaje le hicieron millonario vendiendo libros. Disfrutó de la dolce vita británica en un exilio en el que jamás se sintió huérfano de apoyos. Orilló su valía de intelectual comprometido gracias a la impostura que tanto rédito le dio al húngaro. En especial a la tropa de intelectuales y artistas que nos repiten ser coherentes y hasta lo intentan vender al personal.

El siglo XXI tiene muchos seguidores de esa tendencia de Koestler. Y la plebe no se percata de estas nuevas imposturas donde es capital internet, las denominadas redes sociales y cómo se manipula y fabrica la información que recibimos. C’est la vie!

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