El penalti más largo del mundo: Oportunidad perdida

Adaptar un relato para realizar una película es difícil. Y si se intenta convertir un original extraordinario la cosa se complica mucho. El relato de Osvaldo Soriano ‘El penal más largo del mundo’ es un texto estupendo. La película que lleva el mismo nombre basada en este relato deja mucho que desear. Agarrar una idea y quedarse en lo superficial no suele funcionar

07 mar 2017 / 12:00 h - Actualizado: 06 mar 2017 / 19:40 h.
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  • Imagen de un partido disputado entre del Estrella Polar y el Deportivo Belgrano. / El Correo
    Imagen de un partido disputado entre del Estrella Polar y el Deportivo Belgrano. / El Correo
  • Cartel de la película ‘El penalti más largo del mundo’. / El Correo
    Cartel de la película ‘El penalti más largo del mundo’. / El Correo

Osvaldo Soriano en «El Penal más largo del mundo», relato incluido en el volumen «Cuentos de los Años Felices», cuenta que el penalti se lanzó una semana después, para saber qué equipo se alzaría con la victoria. En realidad, ese penalti fue muchísimo más largo, concretamente se tardaron dos semanas en lanzarlo. Se enfrentaban el Estrella Polar y el Deportivo Belgrano; un equipo que no era capaz de estar por encima del décimo puesto y el otro el eterno campeón, respectivamente. Y de ese relato de Osvaldo Soriano, nace la idea de la película dirigida por Roberto Santiago en 2005. Una película que trata de ser entretenida aunque lo consigue solo a ratos y, desde luego, no se acerca al cine de calidad.

Los protagonistas reales de ese lanzamiento fueron «Perico» Riguetti (jugador del Deportivo Belgrano) y Tomate Benjamín (portero del Estrella Polar). Parece ser que ambos se pasaron dos semanas lanzando y parando, ensayando el momento más importante de sus vidas. En la película nada de eso sucede. En la película, el director nos muestra de todo menos fútbol. Varias subtramas se desarrollan sin que ninguna de ella hable de fútbol y se quedan, todas, en la zona más superficial de una narración que no termina de lograr un ritmo aceptable.

La película es híper dependiente del actor Fernando Tejero. Nada tiene calado en sí mismo, y el director confía en que la aparición del actor solvente una papeleta que no tiene solución alguna. El resto del reparto es opaco y todo su trabajo queda reducido a encarnar personajes que gritansin ton ni son, medio histéricos. Poco más. Un relato de perdedores (el que escribió Soriano) viviendo su momento de suerte, seguramente el único que tendrán en toda su vida, se instala en territorios comunes, muy manoseados, que dejan de interesar pasados los primeros cinco minutos. Una oportunidad perdida porque el relato original daba mucho más de sí. Y la intención de hacer crítica social de Roberto Santiago se queda en proyecto fallido.

Lo que cuenta la película (olviden lo del penalti porque es la excusa y queda en anécdota) es cómo Fernando, un tipo bastante mediocre, se tiene que enfrentar a un momento decisivo (el penalti, claro) y cómo consigue, de paso, la atención de la chica que le gusta. También, la historia de un tipo que está en paro y no ha dicho nada en casa. La historia de una pareja que parecen no entenderse y, sin embargo, solo tienen que abrir los ojos para saber que viven una historia de amor verdadero. Hay más, pero tienen el mismo interés que las anteriores; es decir, ninguno. Así que lo dejamos aquí para que el que quiera ver la película descubra el resto.

Mejor leer una de las partes finales del cuento original: «Entonces el árbitro fue hasta el reo con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros lo veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas empezamos a apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna.

En la ruta habían cortado el tránsito y todo el mundo estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía una copa ni un campeonato.

También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración. Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado tantas veces ese penal -contó después-, que volvería a hacerlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca que cuando la pelota salió hacia el arco sintió que los ojos se le reviraban y cayó de espaldas echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacia el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El Gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía, en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la tiro afuera, contra el alambrado, pero Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con un ataque de epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se arrojó sobre el Gato Díaz para festejar, el juez de línea corrió hacia Herminio Silva con la bandera levantada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: ‘¡No vale, no vale!’».

Lean el relato completo porque merece la pena.