¿Escribir como Faulkner o vender como Follett?

Escritor no puede ser cualquiera. Ni siquiera haciendo un esfuerzo considerable. Es verdad que se pueden mejorar la técnica y se puede aprender a ser astuto al escribir, pero eso que llamamos talento, ese duende que solo algunos pueden alcanzar con la estilográfica en la mano, no está al alcance de casi nadie

07 oct 2017 / 09:05 h - Actualizado: 07 oct 2017 / 08:58 h.
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  • William Faulkner. / El Correo
    William Faulkner. / El Correo
  • Ken Follett. / El Correo
    Ken Follett. / El Correo

Hace algunos años me escandalizaba saber que, en España, se publicaban alrededor de sesenta mil títulos diferentes cada año. Hoy, no me preocupa lo más mínimo cuántos son. Supongo que serán muchos más. Porque entre la cantidad de títulos que publican las editoriales buscando con desesperación un éxito que les solucione la cuenta de resultados; los libros autopublicados por autores que no encontraron sitio en las editoriales; y la cantidad abrumadora de libros publicados a través de Internet; es casi imposible saber casi nada.

Todo esto que algunos celebran (fundamentalmente los autores que publican su obra pagando cantidades, a veces, disparatadas) es un auténtico desastre que abarata la literatura día a día. No sé si alguien ha pensado que, con esta cantidad de publicaciones, todos los autores, salvo los quince o veinte mejor colocados en las listas de ventas, están condenados al anonimato más radical. Entre tanto ruido no se les puede escuchar. Algunos dirán que han publicado con gran éxito entre los que le han leído aunque pocos estarán dispuestos a asumir que sus lectores tienen nombre y apellido conocido para ellos (para los autores, digo). El mercado literario, en esos casos, es minúsculo; formado por parientes, amigos, media docena de contactos en las redes sociales y un par de compañeros de trabajo; y la obra estará condenada desde el principio a no llegar un poco más allá. Incluso los más cercanos, se van retirando elegantemente intentando escapar de la cantidad de compromisos con los que se encuentran dado el extraordinario número de escritores que aparecen en su entorno; terminan aburridos y dejan de leer esas obras que tanto tiempo les restan para dedicarse a los grandes de la literatura y, así, no perder el criterio literario.

Las obras que podrían aportar algo de frescura y calidad al circuito editorial quedan sepultadas por millones de páginas inservibles que contienen miles de historias mil veces contadas, personajes estereotipados, diálogos lamentables y monólogos que no se parecen a nada que sea un monólogo literario. Los escritores que podrían llegar a serlo quedan arrinconados sin posibilidad alguna de asomar la cabeza. Y nos los perdemos para siempre.

Lo insólito de todo esto es que la mayor parte de las personas que escriben, los que quieren ser escritores o creen serlo ya, lo hacen pensando en vender al ritmo que lo hace Ken Follett. No sé si es por desconocimiento literario (los hay que confiesan no haber leído un libro en su vida mientras presentan la novela en la cafetería del barrio; y lo confiesan como diciendo que para ser escritor no hay que hacer nada del otro mundo, que hay que coger papel y lápiz y eso es suficiente); no sé si un entusiasmo exagerado hace que sean miles de personas las que creen poder obtener un éxito rotundo en las librerías del mundo entero; pero lo desconcertante de todo ello es que muchos se preguntan cómo es posible que su novela no se ha convertido en un best seller al cuarto de hora de ser publicado. Alguien debería explicar a unos cuantos que para vender la cantidad de libros que vende Ken Follett se requiere, al menos, cumplir dos condiciones: ser Ken Follet y escribir como él. No es que este hombre sea un autor excelente (no lo es), pero maneja como nadie la fórmula de la novela de éxito editorial (heroína que termina triunfando a pesar de las adversidades + villano más malo que el mismísimo demonio + un héroe que termina enamorado de la heroína + algo de sexo cercano a lo explícito cada cien páginas más o menos + varias escenas violentas en las que el villano se pone las botas y otra en la que el villano muere de forma horrible entre grandes padecimientos + un misterio que se resuelve en las páginas finales) Escribir como Follett es muy difícil y hay que reconocerle el mérito. Gustará más o menos lo que hace, pero utiliza sus armas con astucia. Astucia y armas que no están al alcance de cualquiera.

Del mismo modo que muchos escriben pensando en vender al ritmo de Follett, casi nadie quiere escribir como lo hacía William Faulkner (autor desconocido para muchos de los que escriben, de los que leen habitualmente y, por supuesto, para los que no leen ni escriben). Escribir como él es mucho más difícil porque en cada frase de las novelas de Faulkner hay más literatura que en algunos libros completos. Y ya no me refiero a los de autores desconocidos; hablo de libros que se han vendido bien en las librerías durante el último año, incluidos los de Follett. Pero, además, escribir como Faulkner (si es que esto es posible) significa no comerse una rosca, vender un puñado de ejemplares y poco más. ¿Quién se plantea eso de escribir para no conseguir nada a cambio? Otra cosa bien distinta es que muchos escriben sin recibir nada a cambio. Pero la intención era otra; digan lo que digan.

Del mismo modo que Ken Follett cuenta historias (algunas de ellas entretenidas y bien documentadas), Faulkner se dedicaba a poner el mundo patas arriba; construía en el territorio de la ficción un cosmos en que se podían resolver las dudas que se generan en la realidad o, al menos, en el que se podían ver las cosas desde un prisma original que sumaba un sentido propio a la existencias de sus personajes y sus lectores. Del mismo modo que Ken Follett busca un lenguaje sencillo y accesible para que le puedan entender; Faulkner utilizaba el lenguaje para experimentar, los alientos de sus novelas para estructurar discursos de una potencia descomunal y los tonos para dar lustre (el que merece y no otro) a la literatura.

Comprendo que el que quiere escribir quiera hacerlo desde la libertad más absoluta, comprendo que las ilusiones y los sueños se alcanzan intentando conseguirlos. De verdad que lo entiendo. Lo que ya me cuesta más trabajo es comprender que algunos se empeñen en querer poner todo a la misma altura. No todos somos Follett. No todos somos Faulkner. Somos lo que somos, guste o no guste. Es falso que cualquiera que escribe parta del mismo lugar, es falso que sepamos lo mismo o que lo que sabemos sea igual de importante en un caso u otro, es falso que la intuición de unos y otros con las palabras sea la misma. Todo es una enorme mentira que alguna editorial ha utilizado para cobrar por la edición de novelas mediocres, o directamente desastrosas, cantidades imposibles. Pero, al mismo tiempo, es una mentira absoluta que no podrá con Kafka, Proust, Faulkner, Carver, Vargas Llosa o Julio Cortazar, por ejemplo.

Por mucho que algunos pataleen, cada uno estamos en el sitio que nos corresponde. Y nadie debería sentirse mal por ello.