Ricardo Molina en Puente Genil (y 2)

Una fotografía o un diario de un escritor puede hacer que un viaje se convierta en un universo por explorar. La fotografía convertida en una imagen que traspasa la frontera de los tiempos y se hace eterna; un diario como ese pasar a limpio la vida que mueve a todo el que expresa su mirada en forma de texto literario.

17 jun 2017 / 12:24 h - Actualizado: 15 jun 2017 / 12:37 h.
"Poesía"
  • Máquinas agrícolas en Puente Genil. / Concha García
    Máquinas agrícolas en Puente Genil. / Concha García
  • Las tradiciones aun se conservan aunque algunas veces como elementos puramente decorativos. / Concha García
    Las tradiciones aun se conservan aunque algunas veces como elementos puramente decorativos. / Concha García
  • Puente Genil. / Concha García
    Puente Genil. / Concha García
  • Grupo Cántico. / El Correo
    Grupo Cántico. / El Correo

Continuando con mi artículo dedicado a Ricardo Molina, poeta del grupo Cántico, me voy a detener en un descubrimiento que, en estos días, la casualidad me ha revelado ya que presto un interés especial a dicho grupo Cordobés.

Compré el diario de Juan Bernier publicado en 2010 hace una semana. Reconozco lo desinformada que estaba pues no conocía el libro. Lo cierto es que desde que regresé de Puente Genil a Barcelona, donde vivo, no he podido dejar de leer dicho diario escrito en los años cuarenta de la postguerra. ¿De qué trata? De la sordidez sexual que emanaba en aquellos tiempos por doquier, solo que aquí estamos en Córdoba. Cuando el poeta Bernier termina sus servicios como soldado en la guerra fratricida del 36, es desterrado a Puente Genil. En Puente Genil había muchos hombres y mujeres del bando republicano. La narración del poeta cordobés es muy interesante porque nos hace entrar al aire de «aquellos tiempos»: a la miseria espiritual, los rencores personales, la prepotencia de muchos. Más allá de que el diario es una de las confesiones más valientes que tenemos de nuestra postguerra. Un Jean Genet andaluz fue Juan Bernier, más interesante en su prosa que en la poesía. Pero como se trata de poesía, en el diario también nos cuenta cómo conoció a Pablo García Baena, Julio Aumente y Ricardo Molina entre otros. Me sitúo imaginariamente en aquel tiempo mientras miro una foto y siento las expresiones de los rostros todavía vivas, la fotografía detiene el tiempo, una secuencia de un instante cobra un valor eterno. Soy una mujer, y como tal no hubiese tenido cabida en aquellos años como escritora. Lo sé. Aún así la proximidad con estos poetas es evidente.

No sé cuánta población, gente de la calle, conoce al poeta. Ven una plaza, una biblioteca rotulada con su nombre, y nada más. Alguien se interesará, alguien que pasee por allí y descubra las calles que bajan hasta el río, o se darán una vuelta, como nosotros, por una antigua almazara, donde la dueña nos enseñó cómo se filtraba el aceite -algo tan lejano sin embargo lo había practicado mi familia-. Tan solo una generación ha bastado para borrar nuestra historia cotidiana, y la historia se evapora, por eso, al regresar al lugar de donde provienes, se levantan alas de recuerdos, sensaciones casi escondidas. Así me sentí mirando las tovas, las cintas transportadoras, los capachos de esparto, donde el aceite se filtra... Mis ojos urbanos –así se apellida uno de mis abuelos- se extasiaban ante el rito que parte de mi familia había desarrollado durante años. Los poetas, el aceite, la luz azul del cielo cada vez que me asomaba al patio del Teatro Circo, entre las funciones que se ofrecían cada día para hacer regresar la figura de Ricardo Molina, mi alma se regodeaba, el tiempo cambiaba de dimensión, miraba a Antonio Roa, feliz entre los poetas, radiante en su fuerza, en la manera de hacer las cosas, y recordaba aquella frase de Aleixandre: «Un árbol me parece un agolpamiento espiritual sorprendente». Los tiempos confluyen. La vida no pasa algunas veces.