‘UN LADRÓN EN LA ALCOBA’. Lubitsch nos roba la respiración

‘Un ladrón en la alcoba’ es la comedia sofisticada que representa la máxima expresión del estilo de Ernst Lubitsch. Su famoso ‘toque’ aparece en casi cada escena y Herbert Marshall y Miriam Hopkins se compenetran a la perfección en una trama entretenidísima

29 jun 2015 / 09:49 h - Actualizado: 29 jun 2015 / 10:09 h.
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Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932) es además de una de las mejores comedias sofisticadas de Lubitsch, la que atesora más toques y contiene la puesta en escena más representativa de su estilo. El irrepetible guión de la película fue obra del colaborador preferido del cineasta, el genial Samson Raphaelson.

Al comienzo de la narración, dos ladrones de guante blanco (Herbert Marshall y Miriam Hopkins) se encuentran en la ciudad de Venecia, se reconocen como almas gemelas y se enamoran en una de las escenas cómicas más perfectas de la historia del séptimo arte, por su combinación de diálogos agudos y gags visuales.

Mientras que ambos se ofrecen con educación la sal y la pimienta, se echan en cara sin inmutarse sus respectivos latrocinios. En un momento, él la sacude aparatosamente agitándole los hombros, para que caiga al suelo su cartera, que ella oculta en su vestido. A continuación, los dos se sientan y siguen cenando con flema, como si no hubiera pasado nada...

La trama lleva a nuestros enamorados cleptómanos a París. Lubitsch siempre dijo que él conocía el París real y el de los estudios Paramount y que éste era aun mejor que el original. Si él lo dijo, seguro que era verdad. Nuestra pareja de maleantes tiene allí una nueva víctima a la vista.

Es la bellísima, frivolísima, riquisísima y todo lo ísima que se les ocurra, Madame Colet (Kay Francis). El protagonista conseguirá ser contratado como su secretario, iniciando un descarado flirteo con la millonaria, orientado por supuesto a desvalijarla. Pero ¡cómo no!, surgirá el amor verdadero (o casi) entre ambos.

El triángulo de imposible resolución se arreglará sin embargo de la manera artificiosa, ocurrente y absurda propia de Lubitsch. La alegre frivolidad del conjunto no impide que podamos atisbar que el realizador encontraba risibles los fútiles excesos de la vida de los multimillonarios, lo que le llevaba a contemplar con divertida indulgencia las fechorías del par de glamurosos carteristas. Y hasta aprovechó para introducir en una escena a un comunista irritado con el lujo de los capitalistas, germen de lo que sería siete años después Ninotchka.

Los actores están mejor que nunca. Herbert Marshall, siempre educado, resulta además inesperadamente seductor y divertido con su apabullante flema y su dominio de la escena. Como anécdota curiosa, el actor debió ser doblado para los numerosos planos en que corría arriba o abajo de las escaleras, porque tenía una prótesis en la pierna, fruto de su participación en la Gran Guerra.

Sorprendente fue que el realizador consiguiera que la normalmente cansina Miriam Hopkins nos pareciera encantadora y adorable. Recuerden que es la misma actriz antipática y sobreactuada que se ganaría nuestro odio haciendo sufrir a Bette Davis en La solterona o Vieja amistad tanto en el celuloide como en el plató.

¿Quién iba a decirnos que semejante especialista en arpías ocultaba una genuina vis cómica? En cuanto a la bella Kay Francis, tuvo poco que hacer más allá de lucir lánguida, dejar caer lánguidamente sus párpados, o dejarse caer a sí misma lánguidamente en un chaise longue (da...). Y lo hizo lánguidamente bien.

Como siempre en el cine de este realizador, los secundarios estaban al acecho, dispuestos a robar la función a la menor oportunidad. Probablemente, es matemáticamente imposible resultar más gracioso que Edward Everett Horton, que da vida a uno de los admiradores rechazados por Madame Colet. Su llamativa expresividad resulta genial cuando va atando cabos y dándose cuenta de que Herbert Marshall es el falso doctor que le robó en Venecia y acaba sorprendentemente gritando como un loco: «¡Tonsils! Tonsils!» (¡Anginas! ¡Anginas!).

Los decorados y los objetos se erigieron también en personajes en manos del cineasta judeoalemán. Las puertas cerradas servían para las elipsis más sugerentes, las puertas abiertas aportaban ritmo al relato dando entrada y salida a los distintos caracteres, por las escaleras subían o bajaban los pies en polvorosa proporcionando diversos significados...

También merecen ser mencionados los otros elementos del atrezo: relojes (¡por todas partes!), ceniceros, bolsos, joyas, espejos y camas parecían cobrar vida ante nuestros ojos orquestando escenas llenas de sugerente simbolismo que podían combinar el gag visual, la ironía, el surrealismo, el absurdo y todos los recursos ocurrentes que podamos imaginar para lograr la complicidad del espectador con la picardía de los protagonistas.

A lo largo del metraje, abundan las insinuaciones de erotismo a través de la forma en que divanes y camas son presentados en relación a los personajes y a través de los tic tacs de los relojes. Por ejemplo, en un plano vemos a los protagonistas besándose en un diván. En la siguiente escena aparece un reloj que marca una hora avanzada de la madrugada y mientras el diván aparece vacío. En el despreocupado mundo paralelo creado por Lubitsch, las relaciones sexuales que se dejaban adivinar eran alegres, liberadas y desprovistas de culpa.

Esta película se produjo antes de que el ominoso Código Hays irrumpiera en Hollywood en 1934 amordazando a los creadores y eliminando cualquier alusión picante. A raíz de la promulgación de las nuevas reglas de censura, Un ladrón en la alcoba tuvo que ser guardada en un cajón –no volvió a proyectarse hasta casi 25 años después– y Ernst tuvo que ser aun más sutil para aludir a Eros. Pero esa ya es otra historia...