Crónicas del viajero imaginario

Todo el mundo sabe que la diferencia entre el turista y el viajero está en que el primero nunca termina de irse y el segundo nunca termina de volver. Pero, ¿qué pasa si el viaje es literario?

14 ene 2017 / 08:10 h - Actualizado: 14 ene 2017 / 08:22 h.
"Libros"
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Sobre los viajes, al igual que sobre el tiempo, se pueden decir las cursilerías más detestables. Son conceptos tan sublimes, tan extraños si se piensa, que nos ponen líricos perdidos a la menor oportunidad. Del tiempo inquebrantable se comprende que sea así, porque uno nace, vive y muere por su culpa y eso lo hace absolutamente irresistible, inquietante, melancólico y, en fin, poético. Pero la magia del viaje responde a emociones mucho más esenciales, recónditas y arriesgadas. Los autores abordan este fenómeno transformador siempre que pueden, porque la literatura y el viajar comparten un parentesco tan irremediable que no pueden pasar demasiado sin verse, sabedores de que comparten un mismo destino. No hay más que echar una mirada a la mesa de novedades de las buenas librerías para presenciar esa hermandad, a veces metafórica, a veces literal, entre ambos. Y siempre que esta alianza esta camaradería se muestra, lo que se detecta en ella sobre todo es un profundo amor por los libros y por cuanto de bueno propician.

Nada más abrir El viaje de Shackleton, en las guardas, aparece un rosetón que dice Este libro pertenece a... He ahí –ya que ha quedado dicho que se permiten las cursilerías– ese primer destello de amor; un detalle que recuerda la antigua importancia de los libros y que resalta el valor de su propiedad, como en los tiempos en que las personas los consideraban parte relevante de su patrimonio y anotaban en ellos su nombre. La editorial Impedimenta publica esta obra de hechuras generosas de William Grill sobre la última gran exploración épica de la Tierra: la que emprendió Ernest Shackleton el 8 de agosto de 1914 a bordo de su bergantín rompehielos Endurance (Resistencia, el lema de su escudo familiar) con idea de atravesar de océano a océano el continente antártico. «Me sentía extrañamente atraído por el misterioso Sur», había declarado este antiguo miembro de la tripulación de Scott en una de sus expediciones, antes de su mítico y trágico duelo con Amundsen. «Me prometí a mí mismo que un día iría a la región del hielo y la nieve, y que avanzaría sin descanso hasta llegar a uno de los polos de la Tierra».

Nada más pasar revista a los compañeros de viaje de esta odisea helada se adquiere noción cabal del espíritu de la aventura: Frank Worsley, el capitán; Leonard Hussey, el meteorólogo de la expedición; George Marston, el artista; Reginald James, el físico; Robert Clark, el biólogo; James Wordie, el geólogo; Frank Hurley, el fotógrafo; Alexander Macklin, el cirujano... hasta llevaban dos polizones, Wiliam Bakewell y Percy Blackborrow, y 69 perros de las más duras razas, desde lobos hasta terranovas, llamados Amundsen, Bristol, Caruso, Jasper, Mercury, Rugby, Satán, Shakespeare, Soldier, Sue... Todos ellos compartieron una de las epopeyas más sobrecogedoras de cuantas ha conocido el ser humano en su afán por domeñar el planeta y superarse a sí mismo. William Grill quiso ilustrar en esta obra la desesperada travesía de la tripulación del Endurance de forma casi esquemática, con el trazo y el color rudimentarios, en ocasiones casi con aires rupestres, infantiles, dejando amplios espacios al blanco y al azul, que es como decir a la infinitud de los hielos árticos, a la tentación de la desesperanza.

Mapas literarios

Trazado, un atlas literario lleva igualmente el sello de Impedimenta y, en esta ocasión, la firma de Andrew DeGraff como ilustrador y la de Daniel Harmon como autor de los textos y editor. Aquí son los mapas los que rinden homenaje a los libros. El viaje de Ulises; el castillo de la ciudad de Elsinor de Hamlet; la isla de Robinson Crusoe; los parajes de Orgullo y prejuicio; los viajes en el tiempo de Ebenezer Scrooge guiado por fantasmas en Cuento de Navidad; la obsesión que embadurnaba la cubierta del Pequod en su vengativa búsqueda de Moby Dick; la circunnavegación increíble de Phileas Fogg (que no Willie, digan lo que digan los dibujitos animados) en La vuelta al mundo en ochenta días; la inteligencia infinita en La biblioteca de Babel de Borges... Son 19 textos basados en otras tantas destacadas obras literarias. DeGraff ya había elaborado mapas para varias películas (Star Wars, Indiana Jones, El resplandor, El señor de los anillos) con la idea no de describir el aspecto de los lugares, sino de componer espacialmente los escenarios, que es básicamente lo mismo que hace aquí. «Aunque estos mapas presentan entre sí muchas diferencias en cuanto a lo que se muestra y cómo se muestra, todos son el resultado de mi deseo de brindar un contexto espacial a algunos de mis escenarios literarios favoritos. Mi intención fue ilustrar aquello que antes había imaginado (o, más bien, aquello que los grandes autores me habían permitido imaginar)», escribe el dibujante en los prolegómenos de la obra.

Los libros para viajeros imaginarios pueden ser, ya se ve aquí con estos ejemplos, tan variados como se quiera. Pero entre las novedades de los últimos meses hay uno especialmente sensacional. No destaca por lo voluminoso ni por su prestancia en los anaqueles; es, más bien, y quitando la llamativa tipografía de su cubierta, un librito discreto, pequeño, apaisado y de no muchas páginas pero que tras esa modesta apariencia da cobijo a un torrente descomunal de emociones. Lo publica Libros del Zorro Rojo y lleva por título Lost in Translation, es decir, Perdido en la traducción. Su autora es Ella Frances Sanders, una joven de espíritu aventurero y fascinada por las diversas culturas del planeta que vive y trabaja en la muy turística localidad inglesa de Bath y que se define a sí misma como «escritora por necesidad e ilustradora por casualidad». Aquí ha tenido ocasión de lucirse en ambas facetas. Porque su labor ha consistido en transmitir al lector lo que reza el subtítulo: Un compendio ilustrado de palabras intraducibles de todas partes del mundo. La idea es de primera. Los amantes del lenguaje suelen jugar mentalmente con los términos preferidos de su vocabulario, y cuando o están ideando variantes para la definición de amor y de nostalgia se ponen a escarbar en la etimología en busca de tesoros enterrados; pero si algo excita su sensibilidad es desentrañar significados ocultos y sorprendentes en expresiones genuinas de una lengua que no encuentran traslación a otras, y en concreto a la suya. Saber, por ejemplo, que en japonés se llama jomorebi a la luz que se filtra a través de las hojas de los árboles y boketto a perder la mirada en la lejanía sin pensar en nada en particular; que los noruegos denominan palegg a cualquier cosa que se le pueda poner al pan; que los portugueses sienten de un modo especial porque supieron inventar la palabra saudade para referirse con ella a un vago y constante deseo por algo, alguien que no existe, que alguna vez quisimos y perdimos; que para los ya escasísimos usuarios de la moribunda lengua australiana wagiman, murr-ma es el acto de buscar algo en el agua solo con los pies; y que los indígenas que comparten el yámana en la Tierra de Fuego, mamihlapinatapai es el entendimiento silencioso entre dos personas que están pensando o deseando lo mismo pero ninguno se atreve a expresarlo. Por si alguien pensaba que un indígena de la Tierra de Fuego se andaba con menos sutilezas que un catedrático de Valladolid, en caso de coincidir en un ascensor.

Es imposible saber leer y no sentir una sacudida ante alguna de estas expresiones y sus significados incompartidos, en los que se encuentran las claves del alma y de la ideología de las lenguas y de sus hablantes. Al final, las palabras, como los viajes, siempre conducen hacia intensas emociones. Con ellas sucede algo similar a lo que pasa con las especies naturales: que aparecen, se adaptan, evolucionan y, según las prioridades del mundo y sus posibilidades de supervivencia, triunfan y proliferan o bien se extinguen y se desvanecen con toda su riqueza y con la memoria de quienes formaron parte de ellas. Lo cual conduce hacia otro libro reciente que se citó en estas páginas semanas atrás y que es obligado citar en esta relación entre las letras, las ilustraciones y los viajes. Es nada menos que La selección natural, de Charles Darwin, con dibujos de Ester García y lanzado en un volumen elegantísimo y de gran belleza por Nórdica Libros. La misma editorial que lanzó el inconmensurable Atlas de las islas remotas, de Judith Schalansky, una de las obras más maravillosas que se han hecho en papel en lo que va de siglo.

Sobre el blanco roto de sus páginas, La selección natural de Nórdica se va dejando acompañar por imágenes de una gran belleza donde las distintas criaturas, sin menoscabo de su realismo, aparecen retratadas en actitudes humanas, en una onírica interpretación del concepto de la evolución. Un libro que versa sobre la lucha universal por la vida, y para el que su autor se pasó cinco años (1831-1836) surcando los mares del planeta a bordo del Beagle y desentrañando los misterios de la adaptación en los sorprendentes seres que iba descubriendo. No solo animales. «¡Qué fugaces son los anhelos y esfuerzos del hombre y qué breve su tiempo!», escribe Darwin. «Así pues, ¡qué pobres serán sus productos comparados con los acumulador por la naturaleza durante periodos geológicos! ¿Podemos maravillarnos, pues, de que las producciones de la naturaleza tengan un carácter mucho más auténtico que las del hombre; de que estén infinitamente mejor adaptadas a las más complejas condiciones de la vida y que claramente lleven un sello de calidad muy superior?». Porque Darwin, como buen viajero y como buen escritor, también aportaba cursilerías sobre el tiempo, que es el deber de toda persona con sensibilidad cuando se asoma al precipicio de la existencia y traga saliva porque sabe que no hay otra salida que saltar. En Lost in traslation dicen que los suecos llaman resfeber al inquieto latir del corazón de un viajero antes de emprender el camino. Es lo mismo que se siente ante uno de estos libros.