Lisboa, Oporto y las reglas del amor

Quienes quieran disfrutar de una experiencia diferente pueden tirar todas las guías de Portugal y cambiarlas por un libro de Fernando Pessoa

27 ago 2017 / 19:44 h - Actualizado: 27 ago 2017 / 21:44 h.
"Veraneando","Literatura","Turismo"
  • La deslumbrante belleza de la ciudad de Oporto, con su colorido caserío y sus vistas formidables, cautiva al visitante pese a sus diabólicas cuestas. / V.R.
    La deslumbrante belleza de la ciudad de Oporto, con su colorido caserío y sus vistas formidables, cautiva al visitante pese a sus diabólicas cuestas. / V.R.
  • Un tranvía de la línea 28 atraviesa las calles vacías de la Lisbos nocturna con la Plaza del Comercio al fondo. / Txetxu Rubio
    Un tranvía de la línea 28 atraviesa las calles vacías de la Lisbos nocturna con la Plaza del Comercio al fondo. / Txetxu Rubio
  • Cantando un fado en un local nocturno de Lisboa. / Txetxu Rubio
    Cantando un fado en un local nocturno de Lisboa. / Txetxu Rubio
  • Detalle de un costado de la estación de Sao Bento. / El Correo
    Detalle de un costado de la estación de Sao Bento. / El Correo
  • En la terraza de A Brasileira, un Pessoa de bronce tiene mesa fija. / Txetxu Rubio
    En la terraza de A Brasileira, un Pessoa de bronce tiene mesa fija. / Txetxu Rubio

A los amigos de la ordinariez les complacerá saber que hay en Oporto una tremenda y pomposa atracción llamada apócrifamente la librería de Harry Potter –su verdadero nombre es Lello, muy apropiado a la sazón–, donde cobran por entrar y ante cuya puerta se forma cada mañana, antes de la apertura, una cola considerable que ve amenizada su espera por los resoplidos de un señor armado con una trompeta. Lo hortera del asunto es este aire circense y de feria ganadera, no el establecimiento en sí, que es la preciosa y enmaderada librería imaginable por cualquier autor de trilogías y de la que muchos habrán oído hablar como una de las siete maravillas del esnobismo. Tiene como estructura protagonista su doble escalinata de caoba repleta de gente que no lee haciéndose selfies para enviarlos de inmediato a gente que tampoco lee para que pueda pensar qué bien se lo está pasando. Lejos de allí, en una apacible esquina a unos 300 kilómetros al sur, está la central lisboeta de la casa Bertrand, que pese a haberse convertido en un fenómeno expansivo (hay ya medio centenar de sucursales fuera incluso de Portugal), conserva la decencia de atenerse a la responsabilidad de ser la librería más antigua del mundo de cuantas siguen abiertas, demostrándolo con una sencilla solemnidad que incluye el discreto y minúsculo exlibris con que bendicen las obras que venden, una cafetería al fondo y, naturalmente, miles de libros de toda naturaleza y condición. En ambas, la de Oporto y la de Lisboa, cada una con su propio criterio acerca de la belleza, se puede comprar un libro en español editado por Alianza Literaria y titulado Poesía, de Fernando Pessoa. Probablemente, la mejor guía de Portugal para quien quiera comprender el país. O si no tan ambiciosamente, al menos para quien busque esos itinerarios más o menos privados de un lugar que la señalización turística no indica y que seguramente las autoridades ni siquiera recomiendan.

«La poesía es asombro, admiración como la de un ser caído del cielo en plena consciencia de su caída y atónito ante las cosas», escribe Pessoa, que rima con Lisboa. Leer a Pessoa en la hipnótica y vertical Oporto tiene algo de inhóspito o de impropio, salvo en la acogedora estación de Sao Bento, quizá la más bella del mundo, cuya azulejería majestuosa envuelve al visitante perplejo como una bruma azul y mágica y donde el trasiego de viajeros ha dejado además, a lo largo del tiempo, un poso emocional y un desgaste arquitectónico que se parecen mucho a la literatura. Pero fuera de allí, aun con la miseria amontonada en sus calles y en sus miradas fingiendo ser memoria marinera, Oporto se vende como postal y la gente va a verla porque cree que es como Lisboa, pero en bonito. Ni de lejos. La salvaje orografía del lugar, que permite ver siete calles a la vez, proporciona una estampa de belleza tan desmesurada como tramposa, que el viajero paga con creces dejándose los tendones en sus cuestas inhumanas mientras voceros de restaurantes horrendos –los buenos, la mayoría, son más discretos– le salen al paso para intentar darle gato por liebre, plástico por bacalao o lo que se tercie, y el turismo, en su rodar aborregado, mata por un hueco entre un sobaco y una almena desde donde hacer la foto definitiva. «¡Hay tan poca gente que ame los paisajes que no existen!», se lamenta Fernando Pessoa, y uno siente unas irremediables ganas de salir corriendo hacia Lisboa.

Pero sería una pena dejar atrás el Puente Luis I y su visión colorista de la ciudad y del Duero, aunque sea así, desde lejos; y sería de ignorantes no detenerse a pensar en Oporto en alguna de sus excelentes cafeterías donde se hacen los mejores cruasanes del mundo (incluso en el Majestic de la rua Santa Catarina, que ha sabido sobrevivir a la epidemia de fama –«la celebridad es también una flaqueza», dejó escrito el poeta– y no sucumbir en absoluto a su función turística). Porque Oporto y Lisboa son, como Fernando Pessoa y Alberto Caeiro (y Ricardo Reis, y Álvaro de Campos, y otros setenta heterónimos o nombres imaginarios de hombres y mujeres con los que el autor escribía desde diferentes identidades y temperamentos), expresiones distintas de una misma ficción. «Habiéndome acostumbrado a no tener creencias ni opiniones, no fuera a debilitarse mi sentido estético, en breve terminé por no poseer ninguna personalidad, excepto la personalidad expresiva», escribe el autor, en una carta recogida en el citado libro; «me transformé en una mera máquina apta para expresar estados de espíritu tan intensos que se convirtieron en personalidades e hicieron de mi propia alma la mera cáscara de su apariencia casual». Y añade, ya como Álvaro de Campos: «Fijar un estado del alma, aunque no lo sea, en verso que lo traduzca impersonalmente; describir las emociones que no se han sentido con la misma emoción con que se sintieron –tal es el privilegio de esos que son poetas porque si no lo fuesen nadie les creería».

Lisboa y Oporto sufren la condena de ser, es decir, de lo invariable, que es un rasgo casi mineral, pétreo, mientras que el escritor puede fingirse o, mejor dicho, estar, multiplicarse y dividirse, como si las personalidades fuesen una especie de cualidad cuántica. Esta necesidad de Pessoa va más allá del mero horror ante la certeza de la fugacidad de la vida. Se comprende mejor en sus poemas, como cuando escribe: «Tengo compasión de las estrellas, / que brillan hace tanto tiempo, / tanto tiempo... / Siento compasión por ellas. / ¿Es que no habrá un estar cansado / en las cosas, / en todas las cosas, / como en las piernas y los brazos? / Un cansancio de existir, / de ser, / solo de ser, / el ser, un triste brillar o sonreír... / ¿No habrá, en fin, / para las cosas que son, / no la muerte, mas sí / otra especie de fin, / o una gran razón / –algo así / como un perdón?».

Oporto es una ciudad tan postalera que el sol hiere; Lisboa es tan deliciosamente triste que uno confía en que pueda romper a llover en cualquier momento. Pero esto también es una trampa, y ningún prejuicio vale más que otro. Uno ve a menudo el Oporto que otros quisieron ver y describieron antes, y así sucede con Lisboa, a la que se acude con el molde visual y emocional de adjetivos que alguien le puso hace mucho, mucho tiempo. Desde su heterónimo de Bernardo Soares, lo clava Pessoa: «Ojalá yo fuese –ahora es así como siento– alguien que pudiera ver sin tener con ese alguien más relación que el ver: contemplarlo todo cual un viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida. A partir del nacimiento, no haber aprendido a dar un sentido a todas esas cosas, poder verlas con la expresión que poseen independientemente de la expresión que les ha sido impuesta [...]. Ver al policía como Dios lo ve. Darme cuenta de todo por primera vez; no apocalípticamente, como revelación del misterio, sino directamente, como floración de la realidad».

Pero es en vano, o sea, meramente poético. A tres pasos del Monasterio de los Jerónimos, donde una capilla tan esquemática como rotunda cobija los restos del escritor, el encargado de Pastéis de Belém explica que cada día se despachan allí 40.000 pastelillos (y sabe Dios cuántos selfies). La gente va a Lisboa a por dulces, a traquetear sobre el adoquinado en los frenéticos tuk-tuk que van y vienen entre la ciudad y el Castillo de San Jorge, a morir de asfixia en los tranvías que parten de la Plaza del Comercio y a comprar un disco barato en Alfama. Si acaso, a escuchar un fado en algún garito de camino a (o mejor, de vuelta de) la Cervecería de la Trindade, bien hartos ya de zapateiras y de espíritu nacional. Y de paso, en su excursión obligada al Chiado, se hacen una foto en la estatua de Pessoa que hay en la terraza de la Brasileira, más por el atractivo de formar cola que por el hecho en sí de compartir coordenadas biográficas con el escritor. «En el Chiado encontré a José Figueiredo y estuvimos un rato a la entrada de la rua de Emenda discutiendo sobre Wagner y después sobre el Valerio de Rajanto», anota en el libro de Alianza Literaria comprado en la famosa librería. «Pasó Correia de Oliveira y dijo que iba a la Brasileira. Fui a buscarlo, y lo encontré con Augusto Santa Rita. Discutí O doido e a morte de Pascoaes; Santa Rita fraternalmente en contra, y yo casi callado [...]. Bajé a la Baixa, a la librería Ferreira, con Santa Rita. Me enseñó, para que la leyera, la carta de una actriz», y sigue con palabras imposibles de fotografiar patra el turista medio que ha decidido –porque así se lo han dicho, no por otra cosa– que Lisboa se ve en dos días, como mucho tres.

En el fondo, quizá sea lo mejor. «El hombre que en cada objeto ve otra cosa que no sea eso no puede ver, amar o sentir el objeto. Aquel que a cada cosa le da valor por haber sido creada por Dios, le da valor por aquello que no es: por aquello que recuerda. Sus ojos se han fijado en otra cosa, y en otro lugar su pensamiento [...]. ¿Cómo puede amar una cosa quien la ama por un principio externo a ella? La primera regla del amor, y también la última, es que la cosa amada sea amada por ser esa cosa y no otra, y amada por ser objeto de amor, no porque haya razón para amarla». Perseguir la Lisboa de Pessoa y hasta el Oporto de Harry Potter es cerrar los ojos a ese florecimiento de la realidad al que se asiste con ojos nuevos; es haber ido a viajar por un libro; es, en el fondo, comprar postales. Pero qué postales, Dios. Qué postales.