Tiempos funestos en los que quien se ríe se va al cuartel

¿Acaso leen los españoles esas ‘cosas raras’ que se llaman ensayos? La respuesta es sorprendente: sí

26 may 2017 / 06:32 h - Actualizado: 25 may 2017 / 22:07 h.
"Feria del Libro"
  • A la sombra de las viseras, los visitantes curiosearon por las casetas incluso en las horas más tórridas de la jornada. / El Correo
    A la sombra de las viseras, los visitantes curiosearon por las casetas incluso en las horas más tórridas de la jornada. / El Correo
  • El escritor Paco Robles, ayer en la Pérgola. / El Correo
    El escritor Paco Robles, ayer en la Pérgola. / El Correo
  • Pie de foto. / firma de fotógrafo
    Pie de foto. / firma de fotógrafo
  • Pie de foto. / firma de fotógrafo
    Pie de foto. / firma de fotógrafo

Quien se ría se va al cuartel, amenazaba la antigua cancioncilla de los juegos infantiles. En España, el humor siempre ha estado muy mal visto por el poder, porque queda como idiota tanto cuando lo permite como cuando lo prohíbe. El grado de desarrollo, de inteligencia, de libertad y hasta de futuro de una sociedad puede medirse por las restricciones al humor y las represalias contra la risa, un tic despótico que está lejos de haber quedado atrás y que persigue acabar con un instrumento sin igual del pensamiento libre, como bien se recordó ayer tarde en la mesa redonda Humor gráfico: un arma de reflexión masiva. En la Sala Apeadero, la Feria del Libro dejaba en manos de Esther Salguero, Juan Luis Pavón y Manuel Barrero una reflexión al hilo de la impagable exposición Sátiras de papel, que se puede visitar en el Ayuntamiento. Desde que cualquier individuo puede tomar la iniciativa en la comunicación de masas (voilà las redes sociales), ha quedado claro que España es como una feria del libro: están los anónimos, los poetas, los cuentistas, los trolls, el pensamiento presocrático, el medievo personificado, la autoayuda empalagosa, las novedades (siempre tan valoradas), el terror y la risa, el futuro y la Edad de Piedra. Así que, al igual que en la Plaza Nueva o en una librería, se trata de elegir a qué mundo pertenece uno, cuál es su lectura de la vida. Vista así, la Feria del Libro de Sevilla se vivía ayer tarde, aparte de como un horno siderúrgico, como una especie de mercadillo del tiempo y como una oportunidad para definirse uno mismo –qué es y qué no es– es esta inmensa rueda del churumbel en la que vivimos, hecha a imagen y semejanza de la del cancionero infantil donde el humor sigue siendo peligroso.

Con esto por delante, se comprenderá que lo más hermoso y prometedor de la Feria del Libro fueron ayer durante casi todo el día las risas y la algarabía de los churumbeles, que andaban desde temprano por allí con las visitas guiadas, el concurso de relatos de la Fundación Coca Cola, el curioseo natural de los chiquillos con los ojos como bolas de discoteca por las casetas donde relucen los libros creados para ellos y la clase al aire libre y recital poético de los chavales del Instituto Velázquez. No se respira tanta alegría ni tanta esperanza como en las casetas con niños.

El acto de la Coca Cola lo cerró Paco Robles en la Pérgola con un vibrante y muy literario canto a esta tierra, tras lo cual confesó a quien suscribe estar leyendo Patria, de Fernando Aramburu, aunque eso sí, sin la rendida entrega con la que se llevaría a la cama un buen novelón como Dios manda, de esos con alma y con carácter, o sea de los de aquí. El concejal de Cultura, Antonio Muñoz, que andaba por allí sentado deleitándose con las alocuciones, confesó estar leyendo también el libro del donostiarra porque lo enganchó «desde el minuto uno» y porque a nadie le amarga un best seller, aunque advirtiendo que acaba de terminarse La casa y la isla, del cubano Ronaldo Menéndez, que le ha encantado y que recomienda encarecidamente. Juan José Téllez, el director del Centro Andaluz de las Letras, apareció entre la concurrencia regalando su sonrisa apaciguadora y comentando que el libro que tiene en la mesilla ahora mismo es Raíces y puntas, antología de artículos periodísticos del compañero Alejandro Luque. Momento en el que este, el propio Luque, apareció por la Pérgola –es todo tan literario, en la Feria del Libro...– en compañía de Hipólito G. Navarro para conversar con Sergio del Molino, que se está poniendo tibio de vender ejemplares de La España vacía; una mezcla entre ensayo literario y libro de viajes que recorre realidades espeluznantes y novelescas desde lo más deshabitado del país. La noticia es que en España lo mismo se estarán vaciando pueblos, pero en los que quedan la gente lee ensayos: su libro lleva 60.000 ejemplares vendidos, diez ediciones... y allí estaba el hombre explicando que, por desgracia, «no existe en España un ensayo popular», pues casi todo lo que lleva esa etiqueta, ese pomposo nombre, tiende a pedantorro, epatante, exquisito, sofisticado, altamente académico o incomprensible sin más. «Los libreros los esconden bajo la escalera del fondo de la librería», dijo, «como si tuvieran miedo de venderlos». No se lo publicó su editorial de siempre porque seguramente le pareció –opina él– que sería de todo menos una apuesta rentable. Y ahí fue donde la saltó la chispa de que podía estar ante algo muy especial: «Cuando encuentro resistencia a lo que hago, siempre creo que puede haber algo», a lo que Navarro apostilló que, verdaderamente, «ciertas editoriales tienen la habilidad de, si ven algo muy bueno, rechazarlo», y por ese camino siguió la amena charla, con un montón de sonrisas repartidas por la platea hasta que Alejandro Luque despidió a la concurrencia para dejar espacio allí mismo a la traca final de la tarde: un homenaje a Miguel Hernández con José Sacristán, Carmen Linares, José Luis Ferris, mucho arranque poético, mucha música y un poquito de cajón flamenco. Antes de eso, el director de la Feria del Libro, Javier López Yáñez, que andaba por el lugar, dijo no estar leyendo nada ahora mismo. Se comprende: los periódicos también están deseando que pase la feria para poder escribir de libros.