Flores ‘pa’ tu mano

Soberana de Sevilla. Una marea humana escoltó a la Virgen de la Salud coronada de vuelta a Triana, en un otoño con muchas ganas de primavera

14 oct 2017 / 22:21 h - Actualizado: 15 oct 2017 / 23:27 h.
"Cofradías","San Gonzalo","Coronación de la Virgen de la Salud"
  • Aspecto que presentaba la Avenida de la Constitución hacia las seis de la tarde. / Reportaje gráfico: Jesús Barrera
    Aspecto que presentaba la Avenida de la Constitución hacia las seis de la tarde. / Reportaje gráfico: Jesús Barrera

Hay en el Mercantil una exposición muy curiosa. Ooparts. Los ooparts, para quien no vea Cuarto Milenio, son objetos fuera de lugar y que no deberían existir; artilugios o chismes datados en una época en que su existencia era inimaginable, imposible, y que rompen todos los esquemas sobre la humanidad, su ciencia y su historia: un tornillo fosilizado de hace 300 millones de años encontrado en Kaluga (Rusia); la calculadora mecánica de Antikhitera, del año 87 antes de Cristo; un avión de juguete de factura precolombina; un martillo anterior a los dinosaurios... Fuera, en la calle Sierpes, el eco de unas cornetas no muy lejanas se entremezclaba con el barullo del crepúsculo sabatino, con ese estrépito de bolsas, soniquetes, promesas de lotero y voces surtidas que adorna los atardeceres en las calles comerciales. Era 14 de octubre y el aire traía una mezcla de jabones franceses, humo de incienso y castañas asadas. Era –que sí– 14 de octubre y con más de treinta grados, a esas horas, los paisanos aligeraban para no perderse la revirá de un paso de palio tres esquinas más allá, con todo el centro rebozado en banderas de España y los vaporizadores refrescando las mesas de los bares. Pasa el tío de las almendras con su gorrilla blanca, su cesta y sus cartuchitos. Y uno se pregunta qué necesidad tiene Sevilla de una exposición sobre los ooparts, estando ahí la calle, estando esa Sevilla que no se cansa de sí misma y que cada vez que puede se sale de sus propios contextos para hacer lo que más le gusta: imaginar que es Semana Santa. Probablemente, es lo que mejor sabe hacer.

Y lo sabe hacer tan bien que la procesión de regreso de la Virgen de la Salud, tras su coronación canónica en la Catedral, cobró todo el aspecto de un extraño y masificado Lunes Santo de otoño que demostró la incondicionalidad de la feligresía hispalense ante los fenómenos marianos. «Hemos tenido suerte. Ayer hacía más calor», comentaba el encargado de un bar en General Polavieja, mientras sus camareros no paraban de pedirle san jacobos de pollo con el roque aparte, medios platos de queso y revueltos con jamón. «¡Y me falta una cerveza!», remataba alguno de ellos, mientras, detrás de la barra, una catarata de platillos blancos sobre el fregadero espumoso ponía banda sonora al lleno absoluto de las terrazas. Pero delante del Ayuntamiento, viendo el saludo de la Virgen, había hombres con la camisa como si vinieran de la ducha. Algunos sostendrán que ese momento fue el más emocionante que se vivió en Sevilla, antes de que la Reina del Barrio León bajara el Puente y ya todo fuese un puro trianeo. Es cierto que en la Plaza Nueva no faltaron detonantes para el delirio, con la petalada desde el Ayuntamiento, el ir y venir del palio como no queriendo marcharse, la Salve entonada a coro... Aunque puestos a elegir, podría decirse que lo sucedido antes en la esquina de la Punta del Diamante sacudió a todos los presentes como si los hubiesen cogido por las solapas.

Entiéndase bien: no pasó nada. El común de los forasteros, e incluso muchos nativos, apreciarían solo eso: una procesión cogiendo una esquina, como tantísimas otras veces. Puede ser. Pero allí se sintieron cosas muy especiales. Para empezar, hacía un calor espantoso que el nublado, lejos de atenuar, esparcía como una especie de sustancia pegajosa que cerraba los poros. El paisaje era un mar de abanicos. Entonces, tras cierta espera, asomaron al fin desde Alemanes los músicos de las Cigarreras, que son esos señores que le hacen a uno la depilación a la corneta, es decir: tocan de tal manera que el vello se pone de punta, y en ese momento pasa la señora del carrito y, del roce, los parte y se caen al suelo. Así, lampiños perdidos y con la piel gallinácea, los presentes asistieron a la interpretación de una marcha llamada Y dijo Anás... Al fondo, en la Avenida, la columna blanquecina de las castañas entremezclada con el racimo de globos le ponía decorado new age al asunto.

Estando ya la gente calentita, tanto térmica como emocionalmente, resultó que comenzó a desarrollarse la procesión propiamente dicha, es decir, la comitiva humana que precedía al paso de palio, encabezada por varias decenas de cofrades de todas las edades con sus cirios y sus trajes, espectáculo bastante llevadero para presenciarlo bajo 35 grados. Pero luego venía más gente; básicamente, todo el que tuviera en su casa un bacalao, sin ningún orden perceptible. Eso se hizo ya más pesado, las cosas como son, si bien entre todas estas delicadas insignias se compuso un paisaje alucinante sobre la Avenida –más tarde, estos bacalaos harían el pasillo en el andén del Ayuntamiento para despedirse de la Virgen de la Salud, en otra estampa para la historia cofradiera hispalense–. «Conque vamos a ver nada más un paso que pasa por aquí, ¿no?», protestaba una muchacha que presumía de haber dormido dos horas esa noche, tras habérsela pasado entera sobre dos tacones así de altos. «¡Qué poco piensas!». Tampoco fue mucha espera: en media hora estaban ya los seis ciriales a la vista, y un manojo de costaleros escurriéndose por entre la bulla componían esa clásica escena que habla de la cercanía de un paso. Llegó el palio, y la banda lo invitó a coger la esquina a los sones de Corona de azahares, a ratos espeluznantemente inspiradora. La descripción de la elegancia y el sentimiento con que los hombres del costal pasearon a la Virgen hasta colocarla en la Avenida, de cara al Ayuntamiento, queda para los más osados inventores de palabras. Los demás, ya sin vellos que poner de punta, simplemente tuvieron que tragarse las lágrimas. No cabía otra.

Sonaron durante todo el camino muchas marchas de la nouvelle cuisine; composiciones que intentan asaltar la sensibilidad del auditorio con inesperados cambios de ritmo, exóticos maridajes instrumentales y cierta vocación cinematográfica. Tienen su público, naturalmente, y cumplen con oficio y originalidad la misión que tienen encomendada. «Esperanza salvadora, blanca estela radiante de luz», cantaban los fieles ante el Ayuntamiento, en una tarde en la que Sevilla presentaba una sola pega, pero bastante gorda: olía a cañería que tiraba de espaldas. Por todas partes, sabe Dios por qué. Ahí sí que la primavera gana por goleada, pero todo no se puede tener. A cambio, en las manos de la Virgen de la Salud no había puñales, ni angustia, ni quebranto, sino un ramillete de flores de cálidos colores, como las que decoraban el paso a sus costados. Y esa imagen de esa mano, con esas flores, en esa esquina, sobre esos sones, bajo el brillo dorado de una corona de estreno, fue sin la menor duda la visión prodigiosa de la noche, que al cierre de esta edición casi acababa de comenzar para los vecinos de Triana. En Sevilla, mientras tanto, la gente no se iba a sus casas, como si aguardase a ver si pasaba otra cofradía, o algo. Porque una vez sacada de contexto, a ver quién es el guapo que vuelve a poner esta Sevilla oopart en su sitio.