La meteorología había obligado a retrasar una jornada el programa de actos previstos. Pero las lluvias de los últimos días no habían logrado doblegar ningún entusiasmo. El guión marcado –dictado por ese sol que tanto ha tardado en asomarse- se mantuvo intacto. Desde primeras horas de la mañana se detectaba ese hormigueo inconfundible que anunciaba fiesta grande, retratada también en el cuidado exquisito de todos los detalles y en el exorno de las calles de un pueblo dispuesto a vivir y gozar en torno al dios toro. Las bandas invitadas ya se habían organizado en un vistoso y sonoro pasacalle –con los legionarios de pega de ‘La Pepa’ emulando todos los efectos y fanfarrias del Tercio- que sirvió de preludio de la salida de San Sebastián desde la parroquia. El santo, un año más, sería el espectador más privilegiado de la bajada de las reses. Pasaba las once y cuarto de la mañana cuando el paso del patrón se puso en la calle a los sones de Corpus Christi.
A esa hora ya era complicado coger algún sitio en el vallado instalado en la calle larga. El evento había atraído hasta las calles de La Puebla del Río a numerosos hombres del toro: desde el empresario Pedro Rodríguez Tamayo hasta el diestro Emilio Muñoz, además de rostros conocidos de ese gremio paralelo de corredores y recortadores que no querían perderse una cita que, a seis años después, goza de una salud pujante y envidiable.
Poco a poco las miradas fueron fijándose en la llamada Esquina del Reloj, en el antiguo Ayuntamiento de La Puebla del Río, esperando el ansiado chupinazo que tenía que lanzar Manuel Ruiz de Lopera. Morante tiene la ‘culpa’ de todo. Sin su impulso y entusiasmo no habría sido posible consolidar este ciclo festivo bendecido por el santo de los venablos al que no le falta el calor del vecindario cigarrero y los miles de visitantes que abarrotan la localidad para la ocasión.
Lopera llegó vestido de sí mismo, condecorado con la insignia del Real Betis y la imagen del Señor del Gran Poder. No quedaba demasiado para el Santo Patrón ocupara su sitio en el vallado después de visitar la antigua casa de Carmelita ‘La Sorda’, que ocultó la imagen en esos tiempos convulsos que no deberían volver. Don Manué y Morante –tocado con su boina de ordenanza- se asomaron al balcón y se lío la traca. El torero le colocó el pañuelico mientras la música se convertía en un fragor casi inaudible. Sonaban campanas, el clamor del gentío y los ciriales anticipaban la llegada de San Sebastián, seguido de la Banda Municipal de la Puebla y pintando un peculiar aguafuerte costumbrista que sólo se puede entender en esta orilla del Guadalquivir y bajo el imaginario particular de José Antonio Morante, rey de taifas en este confín de la Marisma que estaba viviendo un día grande.
Los cigarreros cantaron el himno del santo. No faltó la bendición y la oración del párroco, perfectamente ensotanado. Lopera se asomó al balcón y arengó al personal: ¡Viva el pueblo! ¡Vivan todos ustedes! ¡Gracias a Morante que me ha traído a este maravilloso pueblo de La Puebla! Prendió el chupinazo y se formó la mundial. Los más prudentes comenzaron a abandonar la calle mientras se ultimaban los preparativos en los corrales. Cedían el sitio al verdadero tótem ibérico, a la seriedad del toro que iba a enseñorearse de la calle con la rotunda verdad de su presencia. Los erales de Dolores Rufino, al fin, tomaban la calle a las 12.10. El encierro se resolvió con celeridad, brindando bonitos lances. En apenas un minuto habían alcanzado la plaza portátil sin tener que lamentar ningún percance ni más contratiempo que un eral que se resistió a entrar en los corrales.
Esta bajada atrae a auténticos especialistas que alaban el trazado y celebran la consolidación del evento. Los erales de Dolores Rufino también repetían el empeño. El inquietante anuncio de su paso, arropados por la tropa de mansos, había dejado limpio el adoquinado de la calle Larga. Es un recorrido 700 metros que separan los corrales habilitados de la plaza portátil instalada en la explanada de las antiguas cocheras del tranvía. Había toreros y caras conocidas entre los pastores; corredores de cierto prestigio dominando los nervios antes del definitivo cohetazo y pañuelicos bicolores -manda el azul y rojo de la Puebla del Río- abrigando los cuellos del frío invernal...
Todo había vuelto a ser tan veloz como emocionante. Al encierro le siguió la capea posterior para los más valientes, los sustos, las risas, la música, el ruido, la procesión, el desfile de las tropas del Copero... la fiesta ya no conocía solución de continuidad aunque a esas horas, ajenos al jolgorio, un puñado de chavales andaban templando sus miedos antes de vestirse de luces. No hay que olvidar que la bajada de las reses de Dolores Rufino sólo es el preludio de su lidia en la plaza. Por la tarde tenían que ser lidiados por la rejoneadora palaciega Esmeralda Quintín y los jóvenes novilleros Álvaro Alfonso, Manuel Olivero, Peregrino, Nabil ‘El Morenito’ y Germán Vidal ‘El Melli’. Había vuelto a vencer la fiesta; siempre en torno al dios toro.