El reportaje literario

Françoise Sagan, la novelista adolescente que revolucionó la tristeza

Veinte años después de haberse marchado la novelista francesa que alcanzó tan precozmente el éxito con su obra de tensión psicológica, se cumplen 70 de su ópera prima: ‘Buenos días, tristeza’

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
31 dic 2023 / 11:48 h - Actualizado: 31 dic 2023 / 11:49 h.
"El reportaje literario"
  • Françoise Sagan, la novelista adolescente que revolucionó la tristeza

El fenómeno literario de Françoise Sagan no ha tenido parangón en las letras francesas –y casi en el mundo- del último siglo, y sin embargo se trata de una novelista algo olvidada en el panorama actual de novedades europeas que se empeña en descubrirnos el mundo cada amanecer. En 1954, va a hacer ahora solo 70 años, hubo una chica de 19 que, de la nada, vio cómo su ópera prima, Buenos días, tristeza, se leyó compulsivamente dentro y fuera de su país, se tradujo a veinticinco idiomas (¡incluido el latín!) y ganó el codiciado Prix des Critiques que se le había entregado el año anterior nada menos que a Albert Camus. En solo un mes, la novelita alcanzó el millón de ejemplares vendidos y, apenas tres años después, el cineasta norteamericano Otto Preminger se interesó por la historia para llevarla al cine con Jean Seberg, Deborah Kerr y David Niven como actores que encarnaban, respectivamente, a Cécile –la narradora protagonista- Anne Larssen –el personaje que irrumpe en su vida- y el padre, Raymond. La novela generó tal convulsión en la Europa que se estaba sacudiendo las legañas del existencialismo que nadie quedó indiferente ante aquel relato de una adolescente, huérfana de madre, que tiene el privilegio de controlar su vida, de exprimirla en aquella lenta cadencia que la dolce vita de su propio padre le posibilita después de sacarla del internado y llevarla en el verano de sus diecisiete años a la despreocupada orilla del mar.

La novela, aunque narrada desde el presente por la chica que reflexiona sobre el la tristeza en sí después de que hayan ocurrido los acontecimientos que se dispone a contar en la propia obra, parte de una situación edénica, utópica y existencialmente estática de la protagonista con su padre, un irreprimible mujeriego que justifica ante la conciencia de su hija ese irrefrenable deseo de gozar por el simple hecho de ser joven aún -40 años- y haber enviudado con 25. Están en una mansión alquilada de la costa del suroeste francés y a la chica le ha quedado Filosofía y debe presentarse en septiembre para conseguir su bachillerato. Hay, ya desde el principio, varios guiños autobiográficos de la lectora empedernida que era la jovencísima autora de la novela, Françoise Quirez (Cajarc, 1935), que se había cambiado su apellido por Sagan –su seudónimo repentino y definitivo- en homenaje a un personaje secundario de En busca del tiempo perdido, la joya de Marcel Proust que ella tanto admira aunque no imita exactamente porque su prosa, con un estatismo parecido, avanza con mucha más rapidez. Pero es que Françoise Quirez –hija de un padre de espíritu liberal y lúdico y una madre que era modelo de firmeza en el rigor familiar- había sido expulsada del convento des Oiseaux, donde estudiaba como alumna interna, y pasó un verano estudiando en la Biblioteca de la Sorbona, aunque muy poco después de aquel tiempo supuesto estudio envió a dos editoriales, Plon y Julliard, el manuscrito que ya tenía redactado. La segunda decidió publicar la novela de inmediato y, a partir de aquella primavera del 54, todo se desencadenó como la propia existencia de una autora que ya no dejó de protagonizar escándalos en su propia vida relacionados con el puro placer de vivir y que fueron obsesivamente recogidos por unos medios de comunicación que también transitaban hacia la definitiva modernidad en la que los escritores no solo podían convertirse en iconos populares sino también intelectuales. Sagan fue el perfecto ejemplo de ello en aquella década intermedia del pasado siglo. En abril de 1958, la novelista –ya con varias obras en el mercado- tuvo uno de sus primeros accidentes de automóvil y, al día siguiente, llegaron autocares repletos de seguidores extranjeros para visitarla. ¿Quién iba a dar más?

Françoise Sagan, la novelista adolescente que revolucionó la tristeza

Escritora todoterreno

Había nacido una estrella, sin duda, y el mercado editorial francés ya lo sabía. Dos años después de su primera novela se publicó Una cierta sonrisa. Más tarde, Dentro de un mes, dentro de un año y ¿Le gusta Brahms? Y ya no hubo pausa para una prolífica escritora que entendía la literatura como su sentido mismo de la vida. Algunos otros títulos de la treintena que publicó hasta morir en 2004, enferma y arruinada, fueron Una tormenta inmóvil, Un poco de sol en el agua fría, La mujer pintarrejeada o Golpes en el alma... Sagan no solo se volcó con la novela, sino también con el ensayo, el teatro (Castillo en Suecia, de 1969, fue su estreno como dramaturga) y el periodismo, pues ya desde sus comienzos fue requerida por los más influyentes periódicos franceses para elaborar reportajes que se distribuyeron por todo el mundo. Ello le permitió viajar con mucha frecuencia y entrevistar a personajes como Orson Welles, Tenesse Williams o Billie Holiday. La reviste Elle, de hecho, fue la primera que le encargó una serie de artículos sobre el sur de Italia, y la reportera Sagan se recorrió la península de sur a norte para unos reportajes que comenzaban, invariablemente, con “Buenos días” (“Buenos días, Nápoles”, “Buenos días, Capri”...) Ese “Buenos días” se había convertido en marca de la autora, y es más que probable, como vemos en la cita inicial de Buenos días, tristeza, que se inspirara en un verso del libro La vie inmédiate (1932) de Paul Éluard. Sagan coqueteó igualmente con el cine, no solo por la adaptación a la gran pantalla de varias de sus novelas, sino porque ella misma se atrevió con los guiones y hasta llegó a presidir el jurado del Festival de Cannes.

En 1958, con solo 23 años, se casó con el editor francés Guy Schoeller, veinte años mayor que ella, pero se divorció de él alegando “incompatibilidad de horarios”. Se casó entonces con el artista americano Robert Westhoff, con quien tendría su único hijo, Denis, pero se divorciaron en 1963. Uno de sus aforismos culinarios más célebres dice que “el matrimonio es como un espárrago preparado con vinagreta o salsa holandesa, un asunto de sabor pero sin importancia”. El caso es que Sagan siguió viviendo deprisa, en una existencia jalonada de estrenos y de excesos relacionados con el alcohol, el sexo y las drogas. Tóxica, que puede leerse en Ático de los libros desde 2011, es el diario de una desintoxicación en el que Sagan reflexiona sobre la importancia de la escritura y nos habla de la lectura de Proust, Rimbaud o Apollinaire como bálsamos para su espíritu quebrado. El trasunto real de la protagonista de Buenos días, tristeza, Cécile, aparece en ese sincero texto como herida por su adicción a las drogas y es capaz de rendirse, como demostró en su vida, a la adicción por las letras.

Antes de morir en 2004, a los 69 años de edad, el presidente francés, Jaques Chirac, afirmó en su funeral que “Francia había perdido a una de sus escritoras más brillantes y sensibles”. Sagan, que nunca se arrepintió de como había vivido, había tenía que vender su mansión en Normandía y hasta su piso de París. Siempre dijo que sus libros hablaban fundamentalmente de la soledad y de la manera de “desembarazarse de ella”. El primero de todos, Buenos días, tristeza, no comienza narrando, sino con la reflexión de una adolescente que es trasunto de la propia autora: “Dudo en dar el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza, a este desconocido sentimiento cuyo tedio y dulzura me obsesionan. Es un sentimiento tan completo, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, mientras que la tristeza me ha parecido siempre algo honroso. Conocía el aburrimiento, la añoranza, en menor medida el remordimiento, pero de la tristeza no había tenido experiencia alguna. Hoy algo se repliega sobre mí, como un tejido de seda, suave e irritante, y me separa de los demás”. Para entender esas palabras es para lo que hay que leer la intensa, breve y profunda novela.

Una novela psicológica

Hubo en los años 50, sin duda, un giro de los jóvenes novelistas franceses contra las novelas que ellos mismos consideraban “de los profesores”. También en España ocurrió algo así con nuestra novela social –la de Aldecoa, la de Ferlosio-, aunque en el país vecino se habían desarrollado mucho más la sociología, la antropología, el psicoanálisis y hasta los sistemas de márketing. El padre de la protagonista de Buenos días, tristeza, se dedica, de hecho, a la publicidad, aunque en el relato apenas se hable de su trabajo y sí de esa frivolidad que caracteriza a los auténticos personajes de Sagan, aunque esa frivolidad sea “un lugar donde refugiarse cuando las cosas no van bien, un modo de civismo, de respeto a la gente sin dejar de ser ligero”, en palabras de la propia escritora. El caso es que a Raymond solo le obsesiona el goce de vivir, el cuerpo, el carpe diem y el disfrute de la juventud, y por eso concatena novias en un escenario al que llega su hija, Cécile, después de haber pasado por un internado en su condición de huérfana de madre. En esa última época de adolescente había sido guiada por una amiga de su madre, Anne Larsen, poco menos que una bellísima institutriz sobre la que terminará pivotando toda la novela, pues irrumpe en la vida tranquila y feliz de Cécile, Raymond y su última novia, Elsa, cuando menos se la espera, justo cuando la muchacha acaba de descubrir su primer amor (de verano) en el joven del velero Cyril... Esos cuatro personajes bastan –no hay muchos más- para construir una auténtica novela psicológica que la autora es capaz de resolver, pese a lo grave de su desenlace, sin excesivos dramatismos pero con una profundidad no solo impropia de una literatura tan directa, sino de una escritora que no había llegado ni lejos a su mayoría de edad, fijada por entonces en Francia a los 21 años.

Françoise Sagan, la novelista adolescente que revolucionó la tristeza

El padre y la hija viven la vida estática que quieren vivir, en una suerte de paraíso a punto de desvanecerse, cuando a la extraña familia conformada por el padre, la novia y la hija llega por sorpresa Anne, el símbolo de la civilizada burguesía que imprime una disciplina a la que ni el padre ni la niña (y mucho menos Elsa) están acostumbrados. “Aquel verano tenía diecisiete años y era totalmente feliz”, dice la narradora al comienzo de la historia. Lo primero que hace Anne es obligar a la chica a estudiar a Bergson para aprobar la asignatura suspensa al final de verano. La adolescente se resiste, claro, pero Anne cuenta enseguida con la aprobación del padre y ella se convierte en una especie de madrastra cuyo perfil se termina de consolidar cuando el padre le propone matrimonio.

La propuesta cae como una bomba en la tranquilidad hedonista de aquel temporal hogar veraniego no solo porque Cécile sienta con mucha razón que se ha acabado el paraíso, pues Anne hasta le prohíbe verse con Cyril, sino porque Elsa, mucho más joven, siente abruptamente que le acaba de quitar el sitio una señora capaz de cambiar el modo de vida de Raymond. El padre que asegura despreocupadamente que su hija “siempre encontrará hombres que la mantengan” termina agachando la cabeza ante las determinaciones de Anne. “Debieras saber que ese tipo de distracciones termina generalmente en la clínica”, le dice a Cécile cuando la sorprende en brazos de Cyril, “que estaba tumbado junto a mí; estábamos medio desnudos bajo la plena luz del arrebol y las sombras del poniente y comprendo que Anne pudiera engañarse”. Menos amor y más estudio, parece ser la consigna de la todopoderosa Anne. “No podía continuar; leí las líneas siguientes, siempre con aplicación y buena voluntad y, súbitamente, algo se levantó dentro de mí, como un viento, y me lanzó sobre la cama” dirá luego la protagonista. “Pensé en Cyril que me esperaba en la cala dorada, en el suave balanceo del barco, en el sabor de nuestros besos, y pensé en Anne. Pensé en ella de una forma tal que me senté en la cama, latiéndome el corazón, diciéndome que era estúpido y monstruoso, que no era sino una niña mimada y perezosa y que no tenía derecho a pensar así. Pero, sin poderlo evitar, continuaba reflexionando: pensando que era perjudicial y peligrosa, y que había que apartarla de nuestra vida”.

Elsa desaparece, contrariada, pero Cécile, a escondidas, sigue viendo a Cyril, a pesar de que se enfrenta al poder de Anne, capaz de encerrarla en un cuarto –como a una niña malcriada- con la aprobación de un papá tan cambiado... Las sutiles elipsis de la narradora, en lo superficial del relato y en lo profundo del argumento, va hechizando al lector cuando ha pasado ya el ecuador de la novela y ha descubierto una complicidad con la protagonista que cuenta que va más allá de lo aparente. “Me tumbó suavemente sobre la cubierta. Estábamos inundados, empapados de sudor, torpes y apresurados; el barco se balanceaba bajo nuestros cuerpos de forma regular. Miré al sol justo sobre mí. Y súbitamente, el murmullo imperioso y tierno de Cyril... El sol se descolgaba, estallaba, caía sobre mí... ¿Dónde me encontraba? En el fondo del mar, en el fondo del tiempo, en el fondo del placer... Lamaba a Cyril en voz alta; no me respondía, no necesitaba responderme. Después, el frescor del agua salada. Reímos juntos, deslumbrados, perezosos, agradecidos...”.

El nudo gordiano del relato se produce cuando a Cécile, empapada del influjo del filósofo Bergson al que estudia, de la inteligencia del Óscar Wilde al que cita y de la propia astucia de Anne, descubre el único camino para recuperar a su padre. Y es entonces cuando acuerda con su propio novio y con Elsa, que ha vuelto a recoger sus cosas, un plan para ello. No hay como ver el despreciado tesoro propio en mano ajena para despertar el deseo... Es Cécile la guionista de su propia trampa y hace que Elsa se empareje con Cyril. Ella es aparentemente una víctima que produce remordimientos en la severa Anne y, al mismo tiempo, el padre se fuerza a comprender que los jóvenes se busquen y lo dejen a él apartado con Anne. Una estampa insoportable para un cándido vividor como Raymond... Así que todos caen en las redes de Cécile, hasta su novio, que quiere casarse con ella y es capaz de todo con tal de conseguirlo, aunque la protagonista solo piensa en el placer que el chico le proporciona... A Cécile le funciona tan bien el plan que hay un momento en el que se le va de las manos. Anne sorprenderá a Elsa en brazos de Raymond y es ella la que decide abandonar el hogar que trató de educar. Sale huyendo en coche y este se precipita por un barranco. “Entonces pensé que, por su muerte, Anne –una vez más- se distinguía de nosotros. Si mi padre y yo nos hubiésemos suicidado- admitiendo que hubiésemos tenido el valor para hacerlo-, habría sido de un tiro en la cabeza, dejando una nota explicativa destinada a turbar para siempre la sangre y el sueño de los responsables. Pero Anne nos había hecho el suntuoso regalo de dejarnos la enorme posibilidad de creer en un accidente: un sitio peligroso, la inestabilidad de su coche. Un regalo que rápidamente nosotros tendríamos la suficiente debilidad de aceptar”.

La tragedia imposible

Para sorpresa –o inquietud del lector-, la vida de Cécile y su padre continúa después de la anécdota... Y el escándalo de un texto tan atrevido comenzó a traducirse a todas las lenguas conocidas. En España se publicó, traducida, por la editorial Plaza & Janés, y representó enseguida un universo de costumbres y una visión de la vida que chocaba frontalmente con la del statu quo del franquismo aquí, tan desprovisto de elegancia en todos los sentidos posibles. “Sólo cuando estoy en mi cama, al alba, con el único ruido de los coches que circulan por París, mi memoria a veces me traiciona: vuelve el verano junto con todos sus recuerdos. ¡Anne, Anne! Repito este nombre muy bajo y durante mucho tiempo en la oscuridad. Algo se alza entonces en mí; lo acojo por su nombre, con los ojos cerrados: Buenos días, Tristeza”.