La vida sintetizada en una calle

Las inmediaciones de la calle San Vicente pasan de la juventud a la madurez en cuestión de horas con las salidas de las cofradías del Buen Fin y las Siete Palabras

Manuel J. Fernández M_J_Fernandez /
23 mar 2016 / 23:17 h - Actualizado: 23 mar 2016 / 23:57 h.
"Miércoles Santo","El Buen Fin","Las Siete Palabras","Semana Santa 2016"
  • Petalada a Nuestra Señora de la Palma de la hermandad del Buen Fin. / Manuel Gómez
    Petalada a Nuestra Señora de la Palma de la hermandad del Buen Fin. / Manuel Gómez
  • Salida del Cristo de las Siete Palabras de la parroquia de San Vicente. / Manuel Gómez
    Salida del Cristo de las Siete Palabras de la parroquia de San Vicente. / Manuel Gómez

¿Puede una calle condensar toda una vida? Quienes transitaron ayer por las inmediaciones de San Vicente bien pudieron llegar a plantearse la pregunta. Las salidas de las cofradías del Buen Fin y las Siete Palabras resumieron los distintos estados por los que pasa el ser humano a lo largo de los años. De la sencillez de la inocencia que impregna el hábito franciscano a la madurez romántica del rojo más sevillano –el rojo carmesí– de uno de los escapularios más historiados de nuestra Semana Santa. Era el alfa y el omega. El día y la noche. La lozanía y la veteranía de una calle –llámese San Vicente, Don Vicente o Vicentillo– que supo hacerse barrio en las horas felices del Miércoles Santo.

La cola de nazarenos del Buen Fin para acceder al templo recuerda a la de un colegio. Muchos apenas levantan un palmo del suelo y llevan prendido el cartelito con nombre y teléfono del padre. Dentro, el diputado del primer tramo se arma de paciencia para poner orden a unos diminutos bomboncitos que se desesperan por salir a la calle. Entre ellos está Beatriz, una joven que recibe atención en el Centro de Estimulación Precoz de la hermandad y que viene dispuesta a hacer la estación entera. Así insiste por más que su madre le recuerda que hay que descansar un poco. «No, no, todo», corrobora mientras que se enfunda el antifaz como una más.

El hermano mayor, Pepe Ramírez, disfruta de la estampa desde el altar mayor. Está relajado porque no hay que consultar partes meteorológicos ni convocar cabildo de última hora como nos había malacostumbrado esta primavera recién estrenada: «Un día así es un regalo. Más aún cuando es mi último año como hermano mayor», afirmaba mientras recordaba que por la mañana habían estado rezando por las víctimas de los atentados de Bruselas. Ha sido en las distintas visitas que recibieron, incluida la del cardenal y arzobispo emérito de Sevilla, Carlos Amigo Vallejo. El purpurado ofició la misa preparatoria en la que se entregó la partitura de la marcha Nuestra Señora de la Palma Coronada, de Javier Calvo Gaviño. La obra se interpretó a la entrada del palio en la plaza de San Lorenzo. Por allí soplaron también –y ya van 25 años– los sones de la Centuria tras el paso de Cristo. «No somos hermanos pero como si lo fuéramos. Nos han dicho que toquemos lo que queramos», explicaba Pepe Hidalgo con su inseparable tambor. Pasa también el tiempo pero se mantiene intacto el fervor de la coronación de la Virgen. Se nota en los vivas que gritan bajo el palio y en el delirio que se desata con la petalá a los sones de Coronación del Cerro.

La exultante juventud del Buen Fin que se cuela por el final de la calle San Vicente va templándose con el paso de las horas y el declinar de la tarde. El ocaso está cerca y bien lo saben en la plaza de Teresa Enríquez, donde van llegando nazarenos de manos arrugadas y miradas gastadas. Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz son su mayor herencia. La que han recibido. Y la que inculcan a sus nietos. También aquella por las que se acuerdan de «las familias que lo están pasando mal», como pide el capataz en la salida del misterio. Baches de la vida y pruebas que pone Dios en el camino, como la reparación a martillazos y con prisas de uno de los zancos del paso del Nazareno en la esquina de la calle San Vicente con Baños. Un susto que no impidió que la cofradía buscara su barrio dando la vuelta por la Puerta Real, como llegó a conocer Antonio Sánchez Padilla. La vara dorada en el respiradero del palio recordaba su ausencia. Expira pues una tarde tan fugaz como la vida.