Los años bárbaros (I): Las cofradías y la II República

Las hermandades sevillanas tuvieron que descender a las catacumbas entre 1931 y 1936 en medio de una implacable persecución que no logró doblegar la fe ni la devoción

04 nov 2022 / 13:09 h - Actualizado: 04 nov 2022 / 16:18 h.
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  • Esta imagen de la Virgen de la Amargura simboliza como ninguna otra la sordidez de esos años.
    Esta imagen de la Virgen de la Amargura simboliza como ninguna otra la sordidez de esos años.

La entrada de la Soledad el Viernes Santo de 1931 había puesto el fin a toda una época sin que nadie pudiera atisbar aquella noche tibia de primavera que la Semana Santa de Sevilla quedaría prácticamente interrumpida durante un largo y duro lustro que la cambiaría para siempre. Sólo once días después de que se apagara la candelería de la dolorosa de San Lorenzo, el 14 de abril, se proclamaba la efímera Segunda República a raíz de la salida del país del rey Alfonso XIII. Se inauguraba así un breve tiempo nuevo que, en el caso de las cofradías, conllevó un retablo de calamidades y penurias que puso a prueba la supervivencia de las corporaciones, que en muchos casos tuvieron que partir de la nada más absoluta.

Conviene poner el asunto en situación a tenor de la reivindicación de la supuesta memoria histórica o democrática de todo un país a partir de una ley demasiado asimétrica. El relato, si no es parcial es al menos incompleto y obvia por completo la inestabilidad, la inseguridad, los desórdenes y las desigualdades de un complejo periodo histórico que algunos quieren idealizar, sacudido por una implacable persecución religiosa. Juan Pedro Recio, escritor e investigador de la historia de las hermandades hispalenses, alumbró a la imprenta hace más de una década un libro fundamental -Las cofradías de Sevilla en la II República- que rescataba puntual y desapasionadamente todos los resortes de aquellos años de fuego y pedernal, ojalá que irrepetibles. “La clave es que en un período de tiempo muy breve, en cinco años y medio, desde 1931 en el que comienzan los primeros problemas en las cofradías y hasta julio del 36 pasaron muchas cosas: los templos tuvieron que adoptar medidas de seguridad extraordinarias; hubo que esconder las imágenes; hubo que cerrar templos al culto; se suprimieron las estaciones de Semana Santa... son circunstancias que no se habían repetido desde la invasión de los franceses”, explicaba el autor en una amplia entrevista concedida al autor de estas líneas para la extinta revista Más Pasión. Recio aludía “a la capacidad de resurgir y resistir” de las cofradías, también al retablo de pequeños heroísmos de gentes anónimas que pusieron en peligro su vida y la de su familia para preservar a las generaciones venideras auténticos tesoros devocionales.

El asalto a la capillita de San José y el pavoroso incendio de la parroquia de San Julián fueron el punto de arranque de esos tiempos tenebrosos que, para los cofrades de la época, tuvieron uno de sus capítulos más dramáticos en el arriesgado salvamento de las imágenes titulares. Muchos de esos traslados a domicilios particulares o escondites más o menos improvisados se realizaron “con la más absoluta discreción, muchas veces sin acuerdos de cabildo y en numerosos casos sin conocimiento previo de la mayoría de miembros de las juntas de gobierno”, según explicaba Juan Pedro Recio precisando que “hay dos períodos fundamentales en la ocultación de imágenes: uno, desde mayo de 1931 en coincidencia con la quema de conventos que se prolonga después del intento de golpe de estado de Sanjurjo en el 32 -aunque hubo algunas imágenes escondidas hasta 1933- y un segundo período que se inicia después de la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936 y el inicio de la Guerra Civil”. Así, la primera hermandad en mostrar preocupación por la ocultación de sus imágenes titulares fue la del Cachorro aunque la intervención del capitán general trocó la intención de los hermanos trianeros por una guardia militar que permaneció en la puerta de la capilla del Patrocinio algunas semanas.

Pero la primera de la lista fue la cofradía de la Quinta Angustia. Las figuras secundarias del misterio fueron ocultadas en la cripta de la capilla, deteriorando la imagen de la Virgen, que acabaría pasando por manos de anticuarios muchos años antes de volver a recibir culto por la Hermandad de la Vera Cruz de Linares. El Señor del Descendimiento pudo ser ocultado en un domicilio cercano al templo, el de la familia Villagrán Cárdenas, en espera de tiempos mejores. Sin solución de continuidad y en el más absoluto secreto -que se ha mantenido hasta nuestro días- serían escondidos los titulares de la Hermandad de Montserrat. De la misma forma, la Soledad de San Buenventura fue custodiada en un arca de hierro que sólo se abría en las horas de culto. Según algunas fuentes, la Virgen del Valle pudo viajar hasta un chalet de Ciudad Jardín y sin salir aún del mes de mayo de 1931, la junta de gobierno del Gran Poder ordenó la instalación de unos portones metálicos delante de la reja de su capilla -la que hoy ocupa el Dulce Nombre en la parroquia de San Lorenzo- que en el año 2022 siguen siendo una reliquia inquietante de aquel tiempo convulso que fracturó a España.

Los años bárbaros (I): Las cofradías y la II República
La parroquia de San Julián quedó totalmente destruida por el incendio de 1932.

Si hay algún templo sevillano que simboliza la tragedia es el de San Julián y su cofradía de la Hiniesta. El fuego lo hizo trizas en la madrugada del 8 de abril de 1932 sin que, hasta la fecha, se haya aclarado por completo las circunstancias de un incendio que -según algunas versiones- contó con demasiadas complicidades. Dos conocidos homosexuales de la época -La Pinocha y la Bizca- llegaron a ser juzgados y absueltos de unos hechos que llegaron a ser declarados “casuales” por Manuel Azaña en el congreso de los diputados. La antigua imagen de la Hiniesta, que resultó carbonizada, fue sustituida por otra de Castillo Lastrucci de efímera vida...

Según las investigaciones de Juan Pedro Recio, hubo imágenes como la Esperanza de la Trinidad que afrontaron un periplo por distintas casas de hermanos; el Cachorro encargó un cajón de hierro forrado de amianto para custodiar al Cristo por las noches y en San Juan de la Palma, las imágenes del Señor del Silencio y la Virgen de la Amargura fueron trasladadas a una capilla más segura. En Montserrat volvió a haber trasiego de titulares por domicilios particulares narrando Recio que según tradición oral “fue el hermano Francisco Díaz -cochero del Infante Carlos de Borbón, a la sazón, hermano mayor- quién trasladó a la Dolorosa en un coche de caballos al barrio de la Carretería”. Tampoco hubo demasiado tiempo para pensar en la hermandad del Calvario. El crucificado fue llevado a una casa de la misma calle San Pablo teniendo que ser izado por un patio interior. La Virgen del Subterráneo o el misterio de la Mortaja fueron otras de las imágenes que sufrieron ese exilio interior en una absurda persecución que hoy no alcanzamos ni a comprender.

La ocultación de la Macarena

Especial significación tuvo la ocultación de la Esperanza de la Macarena ante los fundados temores -trágicamente confirmados pocos años después- del incendio de San Gil. En medio de un clima cada vez más enrarecido fueron el sacristán del templo, una limpiadora y Manuel Gamero, el prioste de la corporación, los que tomaron la heroica decisión de retirar del culto a la imagen de la Esperanza trasladándola a un corral de vecinos de la calle Escoberos. Allí, sobre la cama de Victoria Sánchez Contreras -la limpiadora- permaneció dos días y dos noches mientras la buena mujer dormía en el suelo. Pero antes de volver a San Gil, la Esperanza aún tendría que ser ocultada en casa de Gamero.

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La Virgen de la Esperanza en su antigua capilla de San Gil antes del incendio del templo.

El 10 de agosto de 1932 se produjo el fallido golpe de Sanjurjo y, en reacción, se recrudecieron los asaltos a los templos. El cariz que están tomando los acontecimientos aconsejó llevarse a la Virgen de la Esperanza a la casa del secretario, en la calle Méndez Núñez, en la que permaneció custodiada en un armario. El Señor de la Sentencia, por su parte, estuvo oculto en un cercano domicilio de la calle San Luis en el que hoy se recuerda su estancia con un retablo cerámico. Mientras, la junta ya andaba dándole vueltas a la instalación de un mecanismo elevador que izara y bajara a la Esperanza desde un pequeño sótano practicado bajo su altar que habría de protegerla del fuego. No habría tiempo para ejecutarlo, sólo unos días después del acuerdo definitivo de los oficiales macarenos, la parroquia de San Gil sería pasto de las llamas. Afortunadamente, como veremos, la Macarena estaba lejos de allí.

La salida de la Estrella en 1932

En este caldo de cultivo, la organización de la Semana Santa de 1932 se antojaba una quimera. Al flagrante peligro que suponía salir a la calle con los pasos y los tramos de nazarenos se unía la falta de fondos para sufragar los cuantiosos gastos que se contraían en la salida. Según la acertada apreciación de Juan Pedro Recio, “la constitución de 1931 lanzaba a una España contra otra”. Efectivamente, la interpretación de los artículos 25 y 26 impedía subvencionar a las cofradías. En medio de este panorama nacía la Federación de Hermandades -uno de los antecedentes del Consejo actual- para defender los intereses comunes de las cofradías dentro de un clima cada vez más enrarecido. Constituida formalmente en febrero de 1932, una de sus primeras disposiciones sería el establecimiento de un turno de vela ante el Santísimo en la Catedral. Era un manera de sustituir las estaciones de penitencia que fueron tumbando una a una los respectivos cabildos generales a pesar de las presiones sociales y políticas que pretendían la reanudación de una de las fiestas más señeras de la ciudad como síntoma de una pretendida normalidad callejera que brillaba por su ausencia.

Los años bárbaros (I): Las cofradías y la II República
La cofradía de la Estrella fue la única que salió a la calle en la Semana Santa de 1932.

Sólo una cofradía se echaría a la calle en aquel extraño 1932. Ni decir tiene que se trató de la Estrella. Juan Pedro Recio aporta algunos datos que desmontan algunas leyendas urbanas concretando la organización de una salida acordada después de la impugnación del cabildo que había acordado suspender la salida por el voto del célebre canónigo Sebastián y Bandarán, que sólo tenía derecho a voz según las Reglas. “La Estrella salió porque había un socialista en Triana, muy metido en el Ayuntamiento, que era muy devoto del Cristo de las Penas. Él fue el que se empeñó en que la hermandad saliera. Él fue el que el Lunes Santo, después de que la hermandad decidiera no salir el Sábado de Pasión por falta de medios económicos, consiguió que el alcalde soltara el dinero y cediera la Banda Municipal. Se llamaba Tomás Carrasco. La junta de gobierno y el hermano mayor no estuvieron de acuerdo y ni siquiera se vistieron de nazarenos. Calificaron a aquella comisión como advenediza; de hecho sólo uno de los que organizaron aquella salida era hermano de la Estrella; los demás, ninguno. Hasta hubo uno que se subió al púlpito a arengar a los nazarenos sin ser hermano ni nada”. La salida, no exenta de incidentes, se saldó con varios detenidos, los famosos disparos y numerosas amenazas.

Una Semana Santa sin cofradías

El resto de las cofradías se quedó en los templos en 1932 y sólo salieron de manera corporativa para asistir a los turnos de vela ante el Santísimo que se habían establecido en el inmenso y desaparecido monumento catedralicio. Las cofradías montaron altares extraordinarios empleando los enseres habituales de la salida y se celebraron cultos sustitutivos de las estaciones de penitencia en una triste Semana Santa que terminó en un silencioso pero tenso Viernes Santo junto a las plantas de la Soledad.

1933 pasó en blanco. Ninguna cruz de guía cruzó el dintel de los templos. Fue la única Semana Santa del siglo XX sin cofradías en la calle. Juan Pedro Recio hace en su libro un cumplido repaso de los acuerdos que adoptaron las distintas corporaciones en aquel año de supuesta democracia –la efímera República cumplía dos años- que sólo era la antesala de la Guerra Civil. Algunas cofradías se decantaron por montar los pasos tal y como si fueran a salir en las jornadas respectivas. Así lo hicieron –refiere Recio- Las Aguas, Santa Cruz, Siete Palabras, los Caballos, Quinta Angustia y los Gitanos además de El Calvario, que sólo lo hizo con el Crucificado de Ocampo. En el caso de Cena, la Amargura, los Panaderos, la Esperanza de Triana, El Baratillo y la Trinidad sólo se llegaron a montar los respectivos palios.

Ese triste pero radiante Domingo de Ramos, que cayó en un tardío 9 de abril, evidenció otras heridas sin cerrar que certifican la barbarie en la que se vivió aquellos años. La Hermandad de la Hiniesta, mudada a San Marcos a raíz del pavoroso incendio de San Julián un año antes, ni siquiera tenía imágenes para venerar. Tuvieron que esperar a septiembre de aquel año para asistir a la bendición de la primera sustituta de la dolorosa barroca, obra de Antonio Castillo Lastrucci. Es sabido: el 18 de julio de 1936 volvería a arder con todo el templo de San Marcos situado en el epicentro de aquel ‘Moscú sevillano’ convertido en fugaz campo de batalla en la ciudad.

Al año siguiente, en 1934, se iba a iniciar una tímida vuelta a la normalidad. La victoria de las derechas de la CEDA en las elecciones generales propiciaban una situación más amable para la salida de las cortejos penitenciales aunque sólo 13 cofradías hicieron estación al templo metropolitano: la Cena, San Benito y la Estrella el Domingo de Ramos; el Buen Fin, los Panaderos y la Lanzada el Jueves Santo; la Macarena, la Esperanza de Triana y los Gitanos en la Madrugada y las Siete Palabras, la Trinidad, los Caballos y la Mortaja en la tarde de un lluvioso Viernes Santo que asistió al atípico regreso de la Macarena a San Gil, que había tenido que quedarse en la catedral por las inclemencias meteorológicas. Era el fin de un trienio negro para las hermandades, pero aún quedaban muchos sufrimientos.

Los años bárbaros (I): Las cofradías y la II República
La Virgen de la Amargura tuvo que ser ocultada –metida en un cajón- para evitar su destrucción. (Fotografía coloreada por Rafael Navarrete)

La victoria del Frente Popular: las cofradías vuelven a las catacumbas

Si la Semana Santa de 1935 supone la plena vuelta a la normalidad, la llegada del trágico 1936 volvería a llevar a las hermandades y a sus imágenes a las catacumbas con la victoria del Frente Popular en las elecciones celebradas en el mes de febrero. La Estrella tuvo que ser llevada dos veces al domicilio de la familia Rodríguez González, la segunda de ellas desmontada de su candelero y metida en una caja de zinc. También serían trasladadas a escondites diversos imágenes como las de la Virgen de los Desamparados aunque otras -El Cristo de la Salud de San Bernardo, las imágenes titulares de Los Gitanos o la Virgen de la O- no correrían la misma suerte. En esas fechas se produce uno de los ocultamientos más famosos: la Esperanza de la Macarena fue llevada en una furgoneta metida en un cajón a la clínica veterinaria de Antonio Román Villa en la calle Orfila.

Los turnos de hermanos para proteger las iglesias y las imágenes se multiplicaron y la Semana Santa de 1936 se verificó sin demasiados incidentes aunque tras un tremendo trasiego de imágenes desde sus escondites a sus sedes canónicas. Muchas más efigies tuvieron que ser ocultadas pero el traslado de la Amargura en un cajón brinda una de las imágenes más patéticas, quizá la que mejor simboliza la tragedia, este particular holocausto devocional que no logró doblegar la fe y la voluntad de los cofrades sevillanos. Tres meses más tarde, el 18 de julio, estallaba el golpe militar que iba a convertir a la ciudad de Sevilla en cabeza de puente de los militares alzados en África. Queipo de Llano mezcló suerte y audacia para rendir una plaza con la que ni se contaba. Comenzaba la Guerra Civil.