Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 05 ene 2018 / 21:22 h.
  • ¡Que vienen, que vienen...!
    La coronación de los Reyes Magos en el balcón de la Universidad de Sevilla fue el pórtico de la salida de la Cabalgata . / Fotografías: Manuel Gómez
  • ¡Que vienen, que vienen...!
    La joven Ana Díaz fue la primera en subirse a las carrozas del cortejo.

Con un café bebío en el cuerpo y un no se qué metido en el estómago, los primeros beduinos de Sus Majestades se iban dispersando por las entrañas del Rectorado de la Hispalense. Pasaban solo unos minutos del mediodía. Esta vez los pasillos de la que antaño fue la Fábrica de Tabacos –convertida ya en toda una fábrica de sueños– cambiaban a los estudiantes con sus libros por los miles de magos de la infancia que tenían la dicha de llevar la sonrisa a quienes se cruzaran en sus caminos. En sus aulas solo había preparativos y lecciones magistrales teñidas de esperanza. No hacía falta mucho más para que la ciudad se doctorase otro año –y ya van ciento uno– en la escuela de la ilusión y la fantasía.

Bueno, digamos la verdad, no vaya a ser que los Reyes dejen algún carbón más de lo esperado. Hacía falta que pasara el tiempo y que avanzaran los minutos. Y eso, cuando se trata de esperar algo tan hermoso y que solo ocurre una vez al año, no pasa con la celeridad que todos deseamos. Pero claro, a pesar de llegar a tres magos en el cortejo, las cosas no ocurren porque sí. El engranaje de la Cabalgata requiere de mucho esfuerzo y unas gotitas de paciencia para que todo esté en orden y salga a pedir de boca. Imaginen la escena. Uno a uno y hasta llegar a centenares –miles, diría yo–, los niños y algún que otro infiltrado con alma de infante iban tomando posiciones en cada una de las 34 carrozas. Toda una obra de ingeniería cuya primera pieza fue Ana Díaz. Una joven de 21 años que por primera vez en su vida cumplía el sueño de salir en la Cabalgata. «Yo soy la mejor amiga de la Estrella de la Ilusión», contaba. Y ese regalo excepcional, el de tenerla como compañera de fatigas, le había puesto por delante otro aún más increíble: formar parte de la primera carroza del cortejo y ser, además, la primera en ocupar su lugar. Quizás por eso, y por los nervios que escondían su sonrisa, su primer deseo fue para los demás y no para ella. «Solo espero que no nos llueva». Y casi se cumplió. Se ve que algo de mano tenía con los magos.

La lluvia fue –para qué engañarles– el gran tema de conversación de la previa. «Dicen que al final el frente se retrasa», comentaban dos señoras con vocación de mujeres del tiempo. «En redes sociales he leído que van a recortar el recorrido», informaba otro joven con poco tino. Y nada. Pasaban los minutos y en el Rectorado ni un atisbo de lluvia. Vamos, lo que es que no caía ni una gota. Por si acaso, las carrozas iban pertrechadas de chubasqueros, plásticos y todo tipo de alternativas imaginativas para resguardarse de la tan anunciada agua. Eso sí, bien escondidas en la bodega, porque de los que se trataba era de que, en todo caso, lo único que lloviera en Sevilla fueran caramelos. Con tanto ímpetu caían de las primeras carrozas que los voluntarios –duendes anónimos de la Cabalgata– tenían que pedir calma. «Esperad un poco que os queda mucha tarde», repetían a los más pequeños.

El irremediable diluvio de caramelos despertó el lado infantil que todos llevamos dentro. Todos, sin ninguna excepción. Pues hubo hasta algún que otro concejal del Ayuntamiento que, rodilla al suelo, se apresuraba en llenar sus bolsillos de golosinas de todo tipo. Por si se les baja el azúcar en los plenos, que ya se sabe que se acaban eternizando. El alcalde era otro de los que predicaba con el ejemplo, aunque no sin esquivar algún caramelazo tirado con mala idea. Menos mal que son niños, pensaría. Un Juan Espadas que en la carta a los Reyes Magos de este año había pedido salud por encima de todo y de un modo especial para su madre.

La Cabalgata estaba definitivamente en la calle y el cielo hacía un guiño con unos rayos de sol que saludaban la llegada de Baltasar. «Este si que va a repartir salud este año», decían sus beduinos tras pisar el suelo de Sevilla. Con ellos, los últimos del cortejo, se evaporaba todo el nerviosismo que desde varias horas antes había inundado el Rectorado. Ni rastro de lo que ahora ya era ilusión y esperanza. La fantasía de una tarde cuyo mejor epílogo eran los caramelos sobre el suelo, satisfechos por el deber cumplido. Tocaba que Sevilla la disfrutara. La fábrica de los sueños ya había cumplido con su misión otro año más. A por la ciento dos.