A propósito de Serrat y Alfonso Guerra

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27 feb 2022 / 04:05 h - Actualizado: 27 feb 2022 / 04:05 h.
  • Alfonso Guerra. / EFE
    Alfonso Guerra. / EFE

Cada generación tiene su música, su libro y hasta su poeta, por más que la rima no cotice y ahora la suplan comics o raperos.

Hoy me apetece hablar de Serrat, y de lo que ha legado en nuestras vidas, sobre las que, sin duda, fue su concierto en 1.990 en Chile, el más emotivo recuerdo, no sólo porque cualquier tiempo pasado fue mejor, sino porque reanudó, entre altavoces mudos, la estrofa con que terminó en la previa del golpe de Pinochet contra Allende de la Santiago ensangrentada.

Con Serrat, descubrimos a Miguel Hernández, ese poeta que era tierra y sus versos se masticaban y del que cuentan que un día se cruzó en el Alcazar de Sevilla, -adonde ahora han jubilado a Carmen Calvo-, con Franco. Qué pasaría por la mente del poeta, nos daría luz sobre los miedos y la angustia, que solo en Almudena Grandes se glosaban como epopeya de cómo erradicar el gen rojo, en las lobotomías de Vallejo Najera o López Ibor.

Aquellos autores exiliados o muertos no tuvieron Manual infantil que los rememorara y apenas aparecía una reseña en vetustas hagiografías de Pemán, que ahogábamos en alquimia de poesía romántica inglesa. El día que le concedieron el Nobel de Literatura a Juan Ramón, no produjo más que una breve nota de sociedad en la Hoja del Lunes y, levemente, un vago perfume desde Radio Pirenaica.

El refulgir de Machado en la voz de Serrat, hizo más por la izquierda que la revolución rusa narrada por John Reed, único americano enterrado en el Kremlin.

Sus canciones son la prueba empírica de que la poesía es un arma cargada de futuro–y a ellas se unió Alfonso Guerra, y aquella mítica librería que no había amanecer sin sus cristales quebrados o pintadas de los correligionarios de José Maria del Nido regidos por el Notario de elegante loden azul y verbo lascivo que fuera Blas Piñar.

Juro que un día ví a Goytisolo o Carlos Fuentes en su derredor, y yo me creía un héroe, cuando solo lo eran ellos.

Alfonso Guerra pudo ser Lafontaine, pero prefirió la ortodoxia al tardío cancer de éste. Ver la deriva de la Fundación Pablo Iglesias que un día rehabilitara a Negrin en su carnet socialista, explica por qué su decisión fue errónea, si hubiera atisbado nuestros ojos de miedo mientras merodeábamos aquella silla del auditorio vacío.

A Serrat, le ha alcanzado la tez mustia y el pelo cano, mientras Sabina esconde bajo su sombrero ojos velados por melancolía.

Los vemos declinar/nos vemos declinar, mientras Pedro Sánchez pasa el trámite de premiarlos con más desidia que con la que despide a Pablo Casado del Congreso, y descubrimos, entretanto, que ya solo nos queda, de aquellas estrofas, la alegría extraviada entre los muros derribados por la prosa, hoy de Ucrania, mañana quien sabe.