Antídoto ante la violencia

16 sep 2016 / 22:00 h - Actualizado: 16 sep 2016 / 23:00 h.
"Cofradías"
  • Capilla Sacramental de la Basílica del Gran Poder donde se sucedieron los hechos. / Manuel Gómez
    Capilla Sacramental de la Basílica del Gran Poder donde se sucedieron los hechos. / Manuel Gómez

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Hay noticias que tienen la capacidad de helar repentinamente el flujo de la sangre. Lo hemos revivido hace pocos días cuando, en esa llamada que desprendía angustia y destemplanza, nos han comunicado que otra vez se agredía la paz de la Basílica de San Lorenzo, recinto sagrado y fundamental de la devoción católica del sur de Europa. Esta vez, al parecer, un varón de mediana edad que pretendía hacer las veces de salvador, le metía fuego a un paño de altar en la capilla en la que permanece el Santísimo para más tarde intentar erigirse en héroe apagafuegos que lograba sofocar un mal mayor. Seguramente la noticia no tenga más relevancia que la mera acción absurda de alguien que necesita notoriedad. Es más que probable que, con la que está cayendo en el mundo, este episodio venga a ser una especie de gota de agua en el océano que no merezca mayor reflexión. Pero no es la primera vez. Y, lo peor, sabemos en el fondo que no será la última. La Iglesia está en la diana. De desequilibrados y de muchos cuerdos; de violentos y de amparadores de la violencia. Es más, sabemos que hay una parte de la sociedad muy amplia que, sin participar en los hechos, no verían con malos ojos que la Iglesia sufriera dolor en cualquier vertiente. Que no condenarían determinadas acciones y que explicarían males mayores sosteniendo que la Iglesia ya protagonizó, por abuso, episodios dolorosos en otros tiempos que aún hoy sangran por las heridas. Vamos, que se lo ha ganado.

El cordón umbilical, la conexión vital y directa de Sevilla con el cielo duerme cada noche en San Lorenzo, sujeta la cruz de todos nuestros pecados y cuesta la misma vida mirarle a la cara, aunque sea realmente Él quien te mira, quien te busca y, siempre, te encuentra. Esta ciudad conoce al dedillo dónde reside el padre de los mortales, donde duerme y respira, cuándo sale y cuándo entra. Conoce sus milagros y el color gastado a besos de sus manos y sus pies. Sevilla conoce el talón que pisa y deja huella. Sin embargo, lo que estuvo a punto de arder en San Lorenzo fue el tesoro primero, el más importante. Estaba en el sagrario el cuerpo de Cristo, el Gran Poder verdadero.

Y es precisamente Él quien nos invita a perdonar, quien nos señala el camino de la misericordia, la comprensión, el amor en cualquier caso y siempre la defensa de la paz. ¿Qué hacemos entonces? ¿Cómo encajar este episodio? ¿Lo aparcamos en el anecdotario o empezamos a preocuparnos? ¿Esperamos a que suceda algo más grave con ese tipo de consecuencias irreversibles que provoquen la búsqueda urgente de soluciones?

En Sevilla conocemos bien la defensa –con la espada incluso en la mano– de los dogmas y los mandatos del cielo. Creemos aquello que defendemos y estamos llamados a defender nuestras creencias. Dejemos a un lado la violencia, incluso la verbal, pero no permitamos que la Iglesia siga siendo motivo de fácil agresión, de ataques continuos, absurdos, bastos, injustos y tantas veces crueles por subjetivos.

No ha sucedido nada grave en San Lorenzo, es verdad, pero las iglesias siguen siendo espacios vulnerables, accesibles a propios y extraños sin más control que la buena voluntad. ¿Cámaras de vigilancia? ¿Seguridad privada? ¿Esperamos a otra ocasión?

Caminamos por un mundo virtual, más pegados a las pantallas táctiles que a los besos, más atentos a las redes sociales que a la conversación personal. Más cerca de los píxeles que de los libros. Más pegados al frío anonimato tras los escudos de los nombres falsos que a la voluntad humana de relacionarnos para convivir. Falta formación y trabajo en grupo, escasea el estudio y ya no se escribe. Tampoco se lee. Ni se escucha. Hemos inventado el amor por fibra óptica, las relaciones por cámaras de vídeo. Le hemos dicho adiós a la caricia y a las miradas, frente a frente, como siempre te mira el Gran Poder. El paño que salió ardiendo en San Lorenzo es una anécdota. El problema de verdad es que le estamos metiendo fuego a las relaciones humanas y hemos echado la formación a la hoguera del olvido. Lo que está ardiendo es la sensatez y el amor. Hace falta más formación, mejor voluntad para con los demás y más horas delante del Sagrario para encender el fuego del amor, los mejores antídotos ante tanta violencia.