Antonio Amián Austria: el artista y su reflejo

Su aportación más recordada es la indumentaria de las dolorosas, a las que sumergió en una belleza majestuosa

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15 mar 2018 / 22:36 h - Actualizado: 15 mar 2018 / 22:37 h.
"Cofradías"
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«Siempre inspirado y siempre nuevo en sus creaciones». Así fue loado en vida Antonio Amián Austria, artista polifacético del primer tercio del siglo XX, que, pese a contar con una contribución epidérmica y manifiesta en la estética de nuestra Semana Santa, fue progresivamente olvidado desde su fallecimiento. Su vida bohemia, la arbitrariedad a la hora de firmar y seguramente la hegemonía de Rodríguez Ojeda, el gran artífice de la época, han ido ensombreciendo su figura hasta el punto de ser un desconocido entre los cofrades en general, una vaga impresión en las hermandades para las que trabajó y unas escasas referencias bibliográficas a veces contradictorias.

Hijo de Juan Amián y Carmen Austria, nació en 1842 en Córdoba, donde aprendió el oficio de orfebre cincelador, alcanzando a los 30 años un nivel de maestría muy elogiado y demandado que le posibilitó viajar a Madrid. Sin embargo, su apego a la diversión motivó que abandonara la capital, donde contaba con una selecta clientela y con el título de cincelador de la Real Casa desde 1880, para regresar a su ciudad natal en la que se permitía una vida más relajada.

Las celebradas moñas que ideó en 1883 para los toreros de la Feria de Córdoba fueron admiradas incluso por los cofrades de San Bernardo, que además de encargarle unas idénticas para sus corridas, le encomendaron el diseño del manto de la Virgen del Refugio, estrenado en 1884 y conocido popularmente como «el de las manzanas». Establecido en Sevilla, en 1895 fue requerido para dibujar el manto de la Virgen de Regla que finalmente fue proyectado por Rodríguez Ojeda. Pese a ello, la hermandad lo designó vestidor de sus imágenes en 1899, un dato que lo sitúa como uno de los primeros hombres reconocidos en esta tarea. A partir de 1906 se incorporó a la hermandad de la Mortaja y dos años después a la del Museo, donde ejerció el cargo de director o consultor artístico, que también desempeñó en Montesión más tarde. En estas corporaciones dejó constancia de su sello personal y elegante a través del montaje de altares, de la renovación de enseres y sobre todo de la ornamentación de los pasos. En este sentido, varió la composición del misterio de la Oración en el Huerto al reubicar el ángel en 1914 e ingenió las vistosas guirnaldas florales que enriquecieron los candelabros de la Sagrada Mortaja y del Museo.

Sin duda, su aportación más recordada es la indumentaria de las dolorosas, a las que sumergió en una belleza majestuosa que les confirió distinción y una prestancia de elevada eficacia comunicativa. Su innovación principal fue el tocado dispuesto sobre el manto, que aún lucen como señas de identidad las Vírgenes de las Aguas y de la Piedad. Con este recurso trasladó a la imagen el uso cotidiano del velo claro como signo de pureza y emuló también el llamado privilegio del blanco, que permitió a determinadas reinas, como Victoria Eugenia en 1923, cubrirse con ese color ante el Papa. Esta analogía regia fue enfatizada mediante la profusión de alhajas en todo el tocado, consiguiendo visiones tan impactantes como la Virgen del Rosario de Montesión completamente enjoyada o la del Dulce Nombre recién finalizada por su amigo Castillo Lastrucci. Junto a su forma de poner el tocado, su gusto por la colocación de las preseas y por jugar con los recogidos del manto otorgó a la Virgen de las Aguas una impronta decisiva que determinó que en 1921 cuajase su idea de que procesionase sola bajo palio, tal y como la vemos actualmente.

En el terreno de los enseres, también dio muestras de su estilo llamativo en el que destacan por su colorido y riqueza efectista la corona de la Virgen del Dulce Nombre y la diadema con cristales polícromos de la Virgen de la Merced, presentada en la Exposición Iberoamericana. Al final de su vida, reconoció que el paso de la titular de su hermandad de Pasión fue su obra «más fuerte y definitiva», ya que se entregó en exclusiva al trazado del complejo dibujo neogótico del palio y del manto y a la dirección del bordado que no se culminó hasta 1930.

Fue un hombre muy reconocido, de gusto refinado y de trato particular, dividido entre la humildad y la insolencia, pues a la vez que huía de los halagos, presumía de supremacía en su oficio. Consciente de que era bien remunerado y rápido en la labor, vivió siempre al límite trabajando lo preciso para entregarse al ocio. En esta ciudad residió mayormente en el hotel que los hermanos Simón poseían en la calle Velázquez, donde pagaba su habitación gracias al mercadeo de antigüedades que además le dispensaba la comida y el puro, que durante la sobremesa solía masticar en sus últimos años mientras narraba las anécdotas más azarosas de su vida. Allí falleció en mayo de 1933, meses después la Capilla del Museo acogió su funeral, que reunió a las hermandades para las que trabajó y a muchos artistas en torno a un gran catafalco.

Los datos documentales ofrecidos por las cofradías mencionadas y la investigación realizada en distintos archivos nos han permitido esta aproximación inédita a la sensibilidad exquisita, poderosa y exuberante de Antonio Amián Austria. Probablemente, por su inexperiencia en las cofradías logró estimular una creatividad libre de referentes locales y aportar así una estética, que posee el valor añadido de la singularidad al alejarse de la línea juanmanuelina preponderante y definirse con un sello preciosista, que desde las estampas antiguas y su pervivencia es transmitido hoy con el valor atemporal de lo genuinamente auténtico.