Menú

Decir, pensar y llorar

La vida del revés

Image
21 oct 2016 / 23:22 h - Actualizado: 21 oct 2016 / 23:26 h.
"La vida del revés"

Dicen muchos (de tanto hacerlo han dejado casi vacío de contenido lo dicho) que en la vida hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Es decir, es obligatorio dejar tu código genético funcionando en este mundo, tu capacidad intelectual plasmada en un montón de papeles para hacer del cosmos algo más ancho y una muestra de actitud ecológica que sirva para mejorar la calidad futura del entorno. Y eso es lo mismo que decir «si nace usted en el planeta tierra está obligado a pasar a la posteridad».

Si no lo consigues parece que tu vida es un fracaso. Qué cosas ocurren en el mundo. Hay que ver.

Debe ser por eso por lo que las parejas, generalmente, traen un niño al mundo aunque luego le cuide una persona ajena o la abuela. Un incordio que te hace sentir un poquito más inmortal. Debe ser por eso que todos nos llevamos las manos a la cabeza viendo como el mundo se reduce a un gran estercolero aunque nadie mueva un dedo para impedirlo. No plantamos árboles, pero no queremos que los talen. Hemos sustituido eso de plantar un pequeño abedul por reciclar los periódicos del domingo que son enormes. Cuela. Y debe ser por eso por lo que muchos quieren escribir un libro, por lo que aparecen escuelas y talleres literarios como por arte de magia. Que ese libro sea una estupidez o que nunca sea escrito es lo de menos. La intención es lo que cuenta.

Pero los hijos se morirán pasados unos años, los árboles se secarán o serán talados (pobre nuestro pequeño abedul) y los libros no los leerá nadie. Así que los más prácticos eligen caminos más derechos, sin tanta curva. Ponen un enorme busto de bronce sobre su tumba y arreglado. Aquí cada uno hace lo que puede.

Lo importante es ser inmortal o creerlo. Al fin y al cabo, el ser humano lleva viviendo de eso, de las creencias, desde que lo es. Un ser humano, digo. En cualquier caso, nadie vive para saber si logró ser recordado. Una faena que entristece al más pintado si le da por pensar un poquito sobre el asunto.

Sin embargo, tengo cuatro hijos, he escrito dos novelas y he plantado un par de arbolitos que siguen vivos. Y nada. Que no me siento inmortal. Supongo que eso me pasa por hacer las cosas sin seguir un libreto universal. Si hubiera pensado en la inmortalidad sería otra cosa, supongo. Habrá quien crea que estas cosas sirven para que los demás te recuerden después de muerto. Aunque cada hijo, cada arbolito y cada novela te hace sentir vivo por ser un problema con el que vives hasta el final. Total, que te sientes más mortal que otra cosa.

Que yo sepa, lo único que puede hacer sentir a una persona la lejanía de la muerte es la juventud. No se me ocurre otra cosa. Y cuando eres joven no quieres hijos, ni escribes novelas, ni plantas nada que no sea maría en la maceta de la terraza. Lo único que haces con cierta solvencia es ser muy, muy, inmortal.

Ahora toca decir eso de «juventud, divino tesoro». Expresión gastada, también. Si naces en este mundo parece ser obligatorio ser joven por siempre jamás. Envejecer es una falta grave. Debe ser por eso por lo que nos estiramos la piel de vez en cuando y decimos, cumplidos los setenta, que el alma la tenemos de lo más joven.

Si no lo consigues parece que tu vida es un fracaso. Qué cosas ocurren en el mundo. Hay que ver.

Voy a dejarlo ya. Acabo de hacer un descubrimiento terrible. Me temo que, nos pongamos como nos pongamos, terminaremos fracasando en la vida; eso sí, con gran elegancia.

No hay más que fijarse en lo que decimos cada día, pensar sobre ello y ponerse a llorar.