El rapto de la novia

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Pepa Violeta Pepavioleta
27 oct 2019 / 11:07 h - Actualizado: 27 oct 2019 / 11:14 h.
  • El rapto de la novia

¿Puede un conjunto escultórico de belleza infinita catapultar las emociones hacia dos puntos equidistantes al mismo tiempo?. Creo que me ocurrió hace unos días en el patio de una casa palacio, con El rapto de Proserpina (1621). Ante dicho espectáculo visual me pregunté, si a esto se referían mis referentes feministas cuando me dijeron en su día que, ponerse las gafas violetas, no tenía vuelta atrás y no siempre iba a resultar fácil llevarlas.

Tras unos segundos en los que supongo seguía respirando, mi mente cruzo siglos de historia y atravesó decenas de ciudades, para llegar de la Italia de Bernini al rocoso Kirguistán, el país más inaccesible del mundo. Donde como mujer corres el riesgo de ir a una boda y darte cuenta en ese momento que la novia eres tú. Puede parecer una simple broma o el argumento perfecto para una comedia francesa. Estamos hablando de un país con sólo 24 años de vida, con una geografía que impiden los accesos, quizás por eso también se hace difícil saber qué ocurre allí. Imposible casi determinar qué dificulta acabar con tradiciones violentas e invasoras, que marcan la vida y el destino de las mujeres del lugar.

Un país en medio de ninguna parte, alejado de miradas inquisitorias, que los puedan obligar a adoptar un régimen democrático real. Nadie los invita a abandonar los fundamentalismos religiosos y patriarcales, para garantizar una sociedad libre de violencia. Un pueblo que viva la libertad desde el respeto a la individualidad y donde las mujeres no sean una propiedad más de los hombres. Poner fin a los mandatos de género y las relaciones de poder.

No pude evitar, mientras contemplaba El Rapto en La Casa Fabiola (Sevilla), pensar en todas aquellas mujeres que como Proserpina, han sido raptadas para obligarlas a casarse con su secuestrador. La posición del grupo escultórico, un contrapposto o chiasmo retorcido (reminiscencia del Manierismo) hace que podamos ver el momento del rapto, como si estuviera ocurriendo en ese momento. Observar los dedos de Plutón clavándose cruelmente en el cuerpo de la ninfa para inmovilizarla, inevitablemente desencadena una bajada brutal de la temperatura en mi cuerpo, que se iguala en cuestión de segundos, a la del bloque de mármol que tengo frente a mis ojos. ¿Puede crearse una obra de arte más gráfica de la violencia y la apropiación del cuerpo de una mujer? Un “porque eres mía” se cruza en ese momento por mi mente, que cortocircuita con mis ganas de poder disfrutar de esta maravilla de Bernini, olvidando que soy hija del patriarcado.

Mi alma vuelve al país del olvido, donde se practica el rapto de la novia pese a la prohibición legislativa, para buscar la raíz de una práctica prehistórica. Una tradición que ya se popularizó en épocas de guerra y de la que los artistas del momento dejaron testimonio, no sólo Bernini, sino pintores my posteriores al italiano, como Francisco Pradilla con su obra “El rapto de las Sabinas” (1874).

En pleno siglo XXI que haya mujeres en el mundo que no sabe cuándo será su último día de solteras, obligadas a casarse con hombres que las eligen como si estuvieran comprándose un coche, es para morir de rabia e indignación. El “enamorado” reúne al clan familiar y todos los hombres de la familia como auténtica banda organizada, planean el secuestro de la novia. Se valen de todo: mentiras, engaños y violencia para arrastrar a la joven de su habitación a la iglesia, donde ya está todo preparado para el “ sí quiero”.

Si la novia se muestra muy reacia a comprometerse, pueden incluso aislarla durante días hasta que acepta por puro agotamiento. El trato se sella, cuando ella se pone voluntariamente en la cabeza el jooluk, el velo nupcial, símbolo de que acepta el compromiso. Al estar prohibida esta práctica por ley, se hace imprescindible que ella verbalice que esta conforme con la unión, que ya me dirán ustedes que tras dicho episodio de violencia y persecución, quién es la valiente que se atreve a decir que no se casa. El islam también condena la violencia de género, así lo manifiestan los que practican la fe (aquí ya es cuando mis tripas se me han puesto del revés) y por eso se hace fundamental que la novia raptada muestre la aprobación al matrimonio forzoso. Para que Estado e Iglesia puedan demostrar que no ejercen violencia hacia las mujeres, que todo es parte de la tradición y el cortejo. Ellas quieren, el eterno mito de la libre elección que aprisiona a las mujeres y nos coloca siempre en el papel de responsable y co-ejecutoras del planteamiento patriarcal que diseñan con sutil maestría, para aniquilar cualquier resquicio de rebeldía.

Pese a estar prohibido, estos matrimonios por secuestro suponen el 50% de las bodas de Kirguistán, según un estudio de Russell Kleinbach. Esto no deja de ser un acto de reafirmación de la masculinidad (primero de cultura patriarcal), porque relaciona la imposición del deseo masculino, sobre el de la mujer. Así se entiende la masculinidad ideal, hegemónica. Y para rizar el rizo, aquellos hombres que logran secuestrar a una mujer, pero por algún motivo no consiguen casarse con ella, acaban siendo humillados por su entorno y se pone en cuestionamiento su hombría frente a la comunidad.

Estas mujeres, reales, necesitan saber que tras las montañas y el machismo que las aíslan del mundo, hay otras hermanas que están escuchando sus lamentos pese a los kilómetros y sienten su miedo como propio. Necesitan saber que no están solas y que vamos a seguir visibilizando estas tradiciones vergonzosas, para ponerle fin de una vez.

Proserpina sigue mirándome fijamente, probablemente pidiéndome explicaciones de por qué a estas alturas seguimos con la misma cantinela. Como dice Madame de Stäel “el dolor siempre cumple lo que promete”. Quizás eso mismo me quiere decir ella. Quizás este encuentro entre nosotras, era necesario.