¿Hay que recompensar el talento si es natural?

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15 dic 2020 / 04:00 h - Actualizado: 14 dic 2020 / 21:30 h.
"Opinión"
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Acabo de terminarme el libro «La tiranía del mérito» de Michael J. Sandel, uno de esos libros que te vuelve la cabeza del revés, que consigue que lo que te pareció evidente toda la vida, de pronto no sólo te lo ponga en duda, sino que te convenza de que lo que siempre consideraste (sin gran reflexión de por medio, claro) normal era un error total de punto de vista.

El resumen de la idea central del libro ronda entorno a esta pregunta: «¿por qué quienes ascienden gracias a su talento merecen mayor premio que quienes bien pueden ser personas igual de esforzadas, pero menos dotadas de los dones previos que una sociedad de mercado casualmente valora más?».

Cuando Messi eleva sus dedos en agradecimiento a los cielos después de haber metido un gol tiene razón al no adjudicarse el mérito a sí mismo sino a una fuerza azarosa que hizo que un niño de Rosario, Argentina, fuera dotado con el don del dominio de la pelota. Luego trabajó, entrenó, se esforzó, pero por mucho que usted o yo hiciéramos lo mismo el resultado no sería igual. Por tanto: no tiene tanto mérito lo de Messi, ha sido afortunado. Más mérito tiene ser cajera de supermercado y aguantar el ‘pi’, ‘pi’, ‘pi’ del lector de códigos todo el día.

En el mundo de la Música hay personas con superpoderes (¿creen que esas cosas son fantasías de las películas? Pues se equivocan): son capaces de «ver» el nombre de todas las notas que están sonando en una orquesta a la vez; pueden tocar en un instrumento una canción que han escuchado una sola vez, pero no la melodía: ¡todo!: la armonía, la melodía, las voces secundarias y si de pronto aparece un saxo, también. Son, sin lugar a dudas, los que llegan a los puestos más altos en el Mundo de la Música Clásica. Barenboim me dijo una noche, cenando en Milán: «No ha habido un solo día en mi vida en el que haya estudiado piano más de una hora. Y podría tocar sin fallar una sola nota una pieza que toqué una vez con 7 años». Me caen mal, los dotados no me caen muy bien. Entiendo que los dotados ganen más porque producen más y dan mayores beneficios, pero que los adoremos, encumbremos y premiemos no me parece justo.

Tampoco me caen bien los que tienen una memoria prodigiosa, los que pintan de manera natural y perfecta desde la infancia, los cantantes con una voz fantástica concedida por el azar de sus gargantas, los que tienen una complexión atlética desde niños, y, tirando del hilo: los que tienen desde la infancia fuerza de voluntad o son minuciosos o son autoexigentes. (Todo esto es envidia, ¡claro! ¡Pero estoy intentando justificarla!).

Quizás todo esto procede del tiempo en el que la religión tenía mucho peso en la sociedad y Dios era un valor seguro. Si Él dotaba a un individuo, si lo «elegía», nosotros podíamos sentirnos contentos de estar cerca de uno que había tenido contacto con el Jefe. Pero ahora que casi nadie cree (por aquí) que Dios pueda intervenir de manera tan directa, ¡e injusta!, favoreciendo a una de sus criaturas por encima de las otras, ¿de dónde procede nuestra admiración? De la envidia, ¿no?

Hay un principio que subyace a toda esta reflexión: el principio de justicia. La Justicia en el desarrollo de la carrera que es la vida ya no sería, desde este punto de vista, arrancar todos desde la misma línea de salida (económica, que es la que siempre se debate), sino salir de la misma línea y con las mismas capacidades. Pero queda claro que la naturaleza no le da a todos lo mismo.

Es curioso que cuando el tema se trata en los límites del espectro parece que todos estamos de acuerdo: cuando un niño tiene discapacidad intelectual o física, todos aceptamos poner los medios (del Estado) para compensarles. Pero ¿y los que no son muy listos pero tampoco son discapacitados y les toca deslomarse de por vida, o sea, los mediocres?

Michael J. Sandel recuerda en este libro lo que el filósofo John Rawls dijo sobre los principios de justicia: «deben definirse con independencia de las consideraciones sobre el mérito, la virtud o el merecimiento moral». Y añadió que «los que tienen la buena suerte de tener dones deberían sentirse obligados moralmente a compartir su buena fortuna con otros». A ver si Messi empieza a repartir...

Rawls propone un juego de imaginación: todos los seres vivos nos reunimos antes de salir al escenario de la vida detrás del telón y establecemos las reglas de cómo va a ser el tratamiento que se nos dé en esa vida pero antes de saber qué cartas nos han tocado, antes de saber si nos va a tocar ser discapacitados, deportistas de élite, minuciosos tipos de memoria excelente, mediocres, superdotados, etc. ¿Cómo serían las reglas del juego social si lo decidiéramos en esas circunstancias? Estoy seguro de que no serían las actuales. No recompensaríamos tan sobresalientemente el talento natural.

Cuando me encuentro a un tipo con talento natural le pregunto: «Y aparte de esto que has hecho con suma facilidad desde la infancia ¿qué otras cosas que no te salieran tan bien has hecho?». Siempre me molestó el pensamiento del filósofo griego Píndaro que propuso «Sé quien eres». O sea, me doy cuenta de quién soy, cuáles son mis cualidades, y ahora estoy condenado a ellas por siempre: me dedico a ser quien programadamente soy. Qué poca libertad, ¿no? Y qué aburrido. ¿Soy una marioneta del destino?