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La crueldad humana. El Campo de concentración de Chabert

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20 may 2019 / 08:34 h - Actualizado: 20 may 2019 / 08:40 h.
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  • Campo de concentración de Auschwitz. / EFE
    Campo de concentración de Auschwitz. / EFE

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Nadie puede negar la capacidad que tiene el ser humano para infligir deliberadamente , y en gran parte de forma gratuita, dolor a sus semejantes. Se habla mucho hoy en día, y con razón, del maltrato animal, olvidándonos, a veces, del sinnúmero de personas que están siendo en la actualidad salvajemente reprimidas, sistemáticamente violentadas y brutalmente asesinadas, la mayoría de ellas en nombre de una ideología política, creencia religiosa o por diferencias étnicas. Los conflictos bélicos en ciertas partes del mundo, recientemente en Europa, actualmente en Asia, y principalmente en el continente africano, son un fiel reflejo de esta premisa: “homo homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre, como reza la locución latina.

Desde la antigüedad greco-romana hasta nuestros días, son numerosos los casos de atrocidades perpetradas por el ser humano en contra de su prójimo. Los Imperios de Nerón y Calígula, el colonialismo, la Inquisición con sus hogueras, son algunos ejemplos. La esclavitud, los siglos de ignominia del colonialismo, son los responsables de verdaderos estragos en distintas culturas de nuestro planeta a nivel físico, psicológico, económico, familiar y emocional. Fueron largos periodos donde el desprecio hacia la condición humana, los sentimientos de superioridad de una raza frente a otras, contribuyeron ampliamente a la elaboración de unas abyectas y estúpidas teorías y absurdos dogmas defendidos por supuestos intelectuales y filósofos excéntricos, sedientos de fama, como Jules Romain, Ernest Renan, Henry de Montherlant, Melville Herskovitz y el Conde Gobineau, por citar algunos. Estas teorías supremacistas de la raza blanca fueron enérgicamente combatidas por dos egregios escritores haitianos del siglo XIX, Louis Joseph Janvier y Démesvar Délorme.

Más cerca de nosotros, los gobiernos dictatoriales o autoritarios, como los regímenes comunistas de Stalin en Rusia, de Pol Pot en Camboya, de Mengistu Haile Mariam en Etiopía, de Radovan Karadzic en Bosnia o de Enver Hoxha en Albania, o los de derecha, encabezados por Francisco Franco en España, Augusto Pinochet en Chile, Alfredo Stroësner y Rafael Leónidas Trujillo en Paraguay y la República Dominicana, y el doctor Francois Duvalier en Haití. Todos ellos han contado con siniestros verdugos, como Lavrenti Beria en Rusia, el capitán Alfredo Astiz en Argentina, Antonio González Pacheco (Billy el Niño) en España, Luc Désyr, Albert Pierre (Ti Boulé) y Samuel Jérémie en Haití, todos ellos vulgares verdugos psicópatas, personajes que han hecho de la tortura su ocupación, elevándola a la categoría de profesión y que causaban con fruición el sufrimiento humano. Fort-Dimanche en Haití y la ESMA en Argentina han sido centros de detención donde las torturas, las desapariciones y las ejecuciones extra-judiciales eran moneda corriente. Todavía en la actualidad las cárceles Black Beach en Guinea Ecuatorial y Guántanamo en Cuba no tienen nada que envidiar a las dos anteriormente citadas.

La represión, la violencia, la crueldad en todas sus dimensiones y los crímenes masivos alcanzaron su paroxismo en los campos de concentración nazis y en los gulags soviéticos. El diario de la judía Ana Frank y las duras vivencias del escritor soviético Alexander Soljenitzin y del neurólogo y prestigioso psiquiatra Victor Frankl son pruebas inimaginables e irrefutables del horror vivido en estos centros de internamiento. Fueron verdaderas y vergonzosas máquinas diseñadas para crear y administrar dolor al enemigo o supuesto enemigo y cuyos fines principales eran lavar el cerebro al preso, hacer experimentos con él, torturarlo para sacar información, lo que entrañaba menoscabar su voluntad, perturbar su conciencia, reducirlo a su más mínima expresión, despersonalizarlo y, en última instancia, aniquilarlo.

Es innecesario extendernos sobre las múltiples atrocidades cometidas, sabidas de todo el mundo en el caso alemán, donde la ideología dominante se basaba sobre todo en la superioridad de la raza aria, aliada a la apología y exaltación de la personalidad de Hitler y los deseos irrefrenables de agrandar y extender la influencia o poder del führer a nivel planetario. Auschwitz, Mauthausen y Treblinka son algunos de los campos de concentración que sirvieron para tal objetivo a Rudolf Hess, Adolf Eichmann, Henrich Himler y el famoso doctor Josef Mengele, pregoneros y defensores a ultranza de la política de expansión e insania imperialista de Hitler. Fue el Holocausto nazi.

Los Gulags hicieron lo propio en la U.R.S.S. El poder omnímodo del mariscal Stalin contra los opositores o disidentes políticos, la persecución de “los enemigos de la patria“ que había que controlar y reducir, estos presos desviacionistas que había que reeducar mediante campañas concebidas al respecto, el pensamiento único y el culto de la personalidad del jefe del Politburó provocaron la hecatombe de millones de personas.

Es de suponer los trastornos mentales paridos por estos centros, tanto por un lado como por otro: cuadros depresivos y de ansiedad, trastornos adaptativos y de la personalidad, intentos de autolisis, psicosis, trastorno de estrés post-traumático y trastorno persistente de la personalidad tras experiencia catastrófica, etc..., fruto de la indefensión, de los sentimientos de desamparo, de la inseguridad, de la desconfianza y de la humillación, producto todos ellos del trauma vivido.

Muchos historiadores o estudiosos de la historia de la humanidad y politólogos han facilitado estadísticas de muertos caídos en ambos bandos, infravalorando numéricamente, algunos de ellos según sus tendencias, las víctimas de un espectro ideológico en comparación con su contrario. Son todas pérdidas de vidas inocentes y conviene honrar su memoria.

Este escrito empezó a gestarse tras tener conocimiento, hace unos ocho meses, de la existencia, en el pasado de Haití, durante la ocupación norteamericana, del Campo de concentración de Chabert. Este descubrimiento me ha estimulado a escribir este largo artículo, dejando traslucir en él mis impresiones y elucubraciones sobre la violencia y la crueldad humana en general. Pese a ser un país que sufrió hace nueve años un violento seísmo que provocó un saldo de 300.000 muertos, conocido como la tierra del vudú y de la dictadura de la saga Duvalier, Haití sigue siendo, sin embargo, ignorado por muchos. Es una nación convulsa que ocupa casi siempre los titulares o portadas de los periódicos y telediarios de todo el mundo por acontecimientos que no honran a sus ciudadanos, por culpa de regímenes autoritarios o poco respetuosos de la legalidad, implacables dictaduras incompetentes, corruptas y títeres de los Estados Unidos y de Francia. País con un pasado glorioso, “el país donde la negritud se puso de pie por primera vez “, según Aimé Césaire, el primer Estado de raza negra libre del mundo, fue ocupado por tropas estadounidenses durante 19 largos años (1915-1934) después de unas violentas protestas que se cobraron la vida del presidente de entonces, Vilbrun Guillaume Sam, y su posterior descuartizamiento. Durante la ocupación, dos activistas, Charlemagne Péralte y Benoit Batraville, líderes nacionalistas, arrostraron con orgullo las fuerzas norteamericanas dando generosa y heroicamente su vida por la causa. Ambos fueron ejecutados.

Han existido en el mundo campos de concentración escasamente conocidos, como por ejemplo el que figura como subtítulo de este artículo. Quiero mencionarlo, a pesar de que dispongo de poca información o datos al respecto. El Campo de concentración de Chabert, por razones desconocidas para mí, es poco evocado y mucho menos estudiado en los manuales de historia del país caribeño. Ubicado en el norte del país, fue escenario de muchas atrocidades y crueldades similares a las de los nazis, ejercidas por la ocupación norteamericana. Se calcula que más de 5.000 campesinos perecieron allí en un intervalo de tres años, comprendidos entre 1918 y 1920.

Soy haitiano y me siento indefectiblemente ligado a mi país, del cual guardo un recuerdo inefable, a pesar de los numerosos años que llevo viviendo en España y de haber abrazado la nacionalidad española.

Alix Coicou es médico psiquiatra.