La Navidad huele a madre

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
09 dic 2019 / 09:58 h - Actualizado: 09 dic 2019 / 10:50 h.
"La Tostá"
  • Nacimiento del arquillo del Ayuntamiento de Sevilla. Foto: El Correo.
    Nacimiento del arquillo del Ayuntamiento de Sevilla. Foto: El Correo.

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Mi Navidad suele ser triste desde que se fue mi madre. Ella era la Navidad, mi Navidad. Desde niño, cuando juntaba sellos de El Molino para canjearlos días antes de Nochebuena por dulces típicos de estas fechas en la casa de Carmen Pichardo, de Palomares del Río. Coger un dulce en otras fechas del año era tan difícil como darle un beso en los labios a la luna desde el fondo de un pozo. Cosas de la pobreza. Su manera de remediar esa frustración era coger dos o tres huevos del gallinero y batir las claras hasta conseguir un merengue tan espeso que podíamos tallar figuritas para el portal de Belén. En Navidad estrenábamos también alguna prenda, un pantaloncito o un chaleco, y hasta unos zapatos nuevos si éramos buenos todo el año. Hice la primera comunión con unas sandalias de goma prestadas. Blancas, eso sí, menos mal, a juego con los calcetines. Así que estrenar zapatos en Navidad era un acontecimiento en casa y lo era porque nuestra madre se esforzaba. En Palomares no había niños ricos, pero había tantos niños pobres que cualquiera de ellos podríamos haber sido el Niño Jesús en un portal viviente que nunca se hizo. Recuerdo que me atraía más la Virgen María que San José. O sea, más la madre que el padre del Niño. Sería porque no tenía padre. Los flamencos cantan una letra muy graciosa:

La Virgen como es gitana

vestía con prendas finas.

San José, que era gachó,

llevaba una gabardina.

Mi madre no disfrutaba ya de la Navidad seis o siete años antes de su muerte porque no podía encargarse de todo, como hizo siempre. Solía guisar un pollo en salsa, huevos rellenos con mahonesa, un redondillo de ternera y un brazo gitano. Su repertorio culinario no era de cantaora enciclopédica, sino de especialista en dos o tres palos. Lo suyo era el pollo en salsa, que lo hacía como nadie. Pero cuando se le partió una cadera y acabó en una silla de ruedas, dejó de hablar de la Navidad. “Para mí son ya todos los días iguales”, decía. No era verdad, es que echaba de menos a aquellos tres niños de Cuatro Vientos que la obligaban a amar la Navidad y a vernos sentados a la mesa camilla, con brasero, esperando el pollo y el plato de dulces de postre mientras Popá Manuel, el abuelo, encendía la candela en el corral para que el Niño Jesús viniera a calentarse con nosotros. Ahora soy yo el que dice que todos los días son iguales, desde que ella se fue dejando un vacío difícil de rellenar. La Navidad sigue oliendo a madre, siempre olerá a madre, pero a mí no me huele ya a casi nada. Encenderé la chimenea estos días para calentar la casa y pondré algún detalle navideño en alguno de los pinos por si al Niño le diera por acercarse, pero nada más. Guisaré un pollo de campo según el recetario de Pepa y cantaré por lo bajini algún villancico antiguo, de los sesenta, por aquello de no desentonar en unos días tan dulces y musicales.