Mi adorado padre

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23 ago 2022 / 11:30 h - Actualizado: 23 ago 2022 / 11:32 h.
"Tribuna"
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Si en más de una ocasión manifesté, a través de mis escritos, el amor que tenía por mi madre, mujer cariñosa, dotada de una gran sensibilidad y con alma caritativa, no es menor el profundo sentimiento que albergaba por mi padre. Hijo ilegítimo de una familia numerosa y humilde, su madre tuvo que emplear artes y hacer malabarismos para educar y, sobre todo, dar instrucción a su inmensa prole, y mi padre, afortunadamente, no salió mal parado en medio de tantas dificultades y penurias. Pese a todo, a él le gustaba recordar y comentar hechos de su infancia y hablaba con fruición de su querida progenitora, una mujer de una bella estatura física que no escatimaba la ocasión, cuando yo iba a verla, de reiterar a su vecindad: “Este es uno de mis nietos, ¿veis cuán alto está?”, demostrando la felicidad que le procuraban las visitas que le efectuaba. De su padre, un juez que ejercía su oficio en Thomazeau, una pequeña localidad ubicada a pocos kilómetros de Puerto Príncipe, la capital, y con quién tenía una muy limitada relación, no soy consciente de haberle oído emitir ácidas opiniones; sin embargo, comentó siempre que no quiso seguir su modelo de relación socio-afectiva y ansiaba formar una familia dentro de los parámetros convencionales.

Mi padre era de complexión atlética y le apasionaba el fútbol. Fue un hombre recto, intelectual y, moralmente hablando, no era religioso, pero tenía una fe que se derivaba, en gran parte, por el hecho de haber crecido en el seno de una familia católica. De arraigados principios, le horrorizaba llegar tarde a cualquier cita, en un país donde carece de importancia la puntualidad. Tengo que confesar que no he heredado de él esta virtud, pese a todos mis esfuerzos por enmendar esta falta. En el período etario, de 8 a 12 años, me animaba mucho en los estudios y llegó incluso a acompañarme, aprendiendo de memoria algunas lecciones que me daban en el colegio, principalmente las que versaban sobre la historia de nuestro país y, años más tarde, durante nuestras calurosas pláticas, me hacía jugosos comentarios sobre disímiles acontecimientos que él había vivido en Haití. En Nueva York, donde dio su último suspiro, era un placer verle charlar con algunos de mis mejores amigos. Todavía me acuerdo de sus enseñanzas y las he aprovechado mucho. No vacilaba en mostrarse firme cuando tenía que reprenderme y no puedo olvidar la vez que llegué de madrugada a casa, en pleno período de Navidad, tras haber bebido unas copas de más en una fiesta con unos compañeros. Este día sufrí una resaca y no pude comer la sopa matutina que mi madre había cocinado. “Tienes que dejar esa costumbre, en mi casa no se bebe”, me dijo perentoriamente, vituperando mi actitud con todo el acierto de su autoridad, una seria advertencia que contó con el apoyo de mi madre. Era una persona sobria y le he visto beber en muy contadas y señaladas ocasiones.

De su personalidad, de la cual me siento infinitamente orgulloso, me gustaría destacar que no se dejaba amilanar fácilmente. Uno de los episodios más arriesgados que involuntariamente vivió, siendo funcionario de la compañía telefónica estatal, fue cuando llamó un día Papa Doc, François Duvalier, y le dijo que escuchara la conversación que mantenían por teléfono dos miembros de su gobierno. Él no cumplió con la petición y fue a decirlo al director de la Empresa con quién mantenía una buena relación. Este se echó las manos en la cabeza, señal de lo delicada y atrevida que le resultaba la situación y preguntó a mi padre: “¿Qué le vamos a decir?” Él no supo qué contestar y tampoco conoció lo que ocurrió. Lo importante es que tanto mi padre como el director no sufrieron ninguna sanción o represalia. Un hecho de esta naturaleza podría ser considerado por el dictador como un acto de desobediencia, pudiendo haberle costado la vida a mi padre y quizás a nuestra familia, pero él tuvo la valentía de elegir la opción que le parecía cabal, en vez de actuar como un soplón. Se definía como apolítico, pero se manifestó siempre en contra de las injusticias.

Llevo días pensando en mi padre y a veces me pregunto cual sería su parecer acerca del estado actual de Haití: un país degradado, humillado, sin perspectivas de un futuro mejor, arruinado, un pueblo exhausto y con muchos de sus hijos dispersos a través del mundo, sin dejar de lado el dantesco asesinato de Jovenel Moïse. Le echo de menos; sé que tendríamos mucho que decirnos y me guiaría y me ayudaría en muchas de mis decisiones. Porque era mi brújula.

Alix Coicou es médico-psiquiatra.