Misa de difuntos

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11 ene 2022 / 07:02 h - Actualizado: 11 ene 2022 / 14:14 h.
"Opinión","Religión"
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Ayer noche estuve en una misa de difuntos. Fue un trámite. Algo despersonalizado. «Dedicamos esta misa a nuestro querido hermano...» y luego se siguió de una manera procedimental, fría y aséptica. Imaginé a las primeras comunidades en la Roma de Pablo, reunidas tras la pérdida de un miembro de la congregación y supuse que habría sido muy distinto. Muy distinto. Se pondrían en círculos, aún no habría un ministro liderando al grupo sino, quizás, un encargado de organizar la reunión, y todos habrían hablado del amigo que se ha ido, y algunos se preguntarían que qué habría dicho Jesús en una situación como esa y habrían buscado un texto que ayudara. Y entre todos se habrían dado esperanza en la resurrección y se habrían consolado con la vida presente. Nada de eso ha ocurrido en esta misa. La podría haber dado un robot y habría sonado igual. Un funcionario de la muerte soltando el texto oficial.

Luego el sacerdote lee una lectura incomprensible, el comienzo del primer libro de Samuel (1,1-8), en el que se habla de que un hombre y sus dos mujeres solían «subir todos los años desde su pueblo, para adorar y ofrecer sacrificios al Señor de los ejércitos». Y yo pienso: es que seguimos aquí absurdamente atados a una religión de tribus del noreste de África que sacrificaban animales a su Dios en espera de recompensas terrenales. ¿Qué hace esa historia habilitada todavía en nuestra sociedad y en el acto funeral de un amigo? Y no paso por alto el concepto «Señor de los ejércitos», porque no era un Señor bueno para la Humanidad, era el que les iba a ayudar a vencer a las tribus vecinas, un Dios justiciero que, como dice el Salmo 110 (Vulgata 109), «herirá aun a reyes en el día de su ira. Juzgará a las naciones, llenará los lugares de destrucción, y destrozará los cráneos en la tierra de la multitud».

Y luego el texto dice e insiste en que el Señor «había hecho estéril» a una de sus mujeres y por eso recibía menos raciones. Y ella lloraba. En fin, un texto desubicado temporalmente que el sacerdote, por supuesto, no ha explicado.

Cuando llega el Evangelio, San Marcos (1,14-20), vemos a Jesús captando a pescadores (Simón y Andrés, Santiago y Juan) y les dice: «Convertíos y creed en el Evangelio» y los que estamos atentos —imagino que yo soy el único de la iglesia que intenta entender lo que nos dice el sacerdote palabra por palabra, los demás estarán pensando en que esta misa no vale para nada o en que nuestro amigo fue un gran tipo y lo vamos a echar de menos—, pensamos que si los Evangelios los escribieron los cuatro evangelistas, escritos entre 65 y 100 años después de Cristo, ¿cómo podía pedirles Jesús a los discípulos que creyeran en esos textos? Imagino que esta lectura está mal traducida y que les debió de decir: «Convertíos y creed en la buena nueva», pero nadie nos explica nada, imagino que la curia habrá perdido la fe en que la gente en la misa quiera entender y sabrá —y admiten— que la viven como un trámite.

Luego corta y muestra la lámina redonda y delgada de pan ácimo que consagra, y yo imagino a Jesús y los suyos compartiendo una auténtica hogaza de pan, despreocupados por que se caiga una miga al suelo, no esa forma aséptica, teorización distante, de un pan para compartir. Y los imagino preocupados de que todos los que estén en la reunión lo reciban, pero en esta reunión por el amigo muerto, los cristianos con pecados no se atreven a levantarse a por ella porque se autocastigan. Y los no cristianos que, por supuesto, querrían comulgar —compartir— el sentido profundo de lo que los ha traído ahí: que amaban a ese amigo que se ha ido, también se sienten rechazados, cuando querrían gritar que todos los que estamos aquí lo queríamos.

Se termina este rito meramente procedimental sin fondo ni amor alguno y yo no puedo dejar de pensar en que la iglesia no está sabiendo ayudar en estos momentos tan intensos y en que mi amigo se habría merecido un mejor homenaje.