Los medios y los días

Navidades sangrientas

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29 dic 2019 / 07:42 h - Actualizado: 29 dic 2019 / 07:42 h.
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No, estas líneas no van de asesinatos humanos ni de tragedias relacionadas con nuestra especie, pero quizás a quienes ahora dicen ser amigos de los animales a los que llamamos irracionales –tal vez lo sean más que de los racionales y así creen ejercer ellos mismos su racionalidad por encima de las otras- les moleste lo que voy a narrarles, aunque sea simplemente una pequeña crónica de costumbres populares.

Yo conocí una Navidad en la que se vendían y compraban y se regalaban pollos y pavos vivos que había que matar en casa. Es algo que se sigue haciendo en nuestra cultura y en otras pero que ha desaparecido de nuestras ciudades y de Sevilla en particular, al menos ya no está a la vista pública como cuando en el Arenal, en lo que llamaban el Mercado de Entradores, estaban a la venta pollos y pavos vivitos y coleando. Yo era pequeño, pero veía cómo la gente los adquiría y se los llevaba a casa para sacrificarlos en pro de la Nochebuena. Y eso era en la ciudad, en los pueblos hasta he visto cómo se comían un cochino en comunidad, una Nochebuena muy lejana y fría en la que salí a pasear con mi padre, mi padrino y mi prima Aurelia por las calles de Villanueva del Ariscal, en el Aljarafe sevillano.

Es curioso, pero aquel paseo está en mi memoria como algo imborrable, uno de esos breves momentos que gestan la felicidad de una vida, no sé, tal vez fuera el frío de la noche y lo arropado que me sentí entre mi familia más nuclear entonces, tal vez la paz y la convivencia que observé en esas personas que estaban reunidos en torno al animal sacrificado en favor de un sosiego que lograban transmitirme. Aquella luz de la noche aquella se me ha adherido a mi memoria como un beso imborrable de vida.

Mi tío-padrino, el empresario valenciano y heladero Ramón Ballester, tenía la costumbre de criar unos pollos enormes de raza especial para regalar en Navidad a sus clientes más destacados, entre otras personas importantes para su negocio. Aquellos pollos poseían una cresta pequeñita pero una musculatura que impresionaba y eran criados en la pequeña finca que teníamos en Villanueva, a base de maíz, hoy se llamarían pollos ecológicos de granja. Llegada la Navidad, mi padre los cargaba en una furgoneta y los repartía por toda Sevilla en las direcciones que mi padrino le indicaba. Vivos, claro está.

Un año, mi padre le dijo a mi padrino que él empezaba a estar harto de la cara que ponían los receptores de aquellos animales cuando comprobaban que les llegaban tales cuales, del productor al consumidor sin pasar por el matadero. Mi padre invitó a mi padrino –que era su cuñado porque ambos se casaron con sendas sevillanas de Las Navas de la Concepción- a acompañarlo en el reparto y, en efecto, mi padrino pudo comprobar sobre el terreno los rostros agradecidos, pero a la vez asombrados con el regalo. Desde entonces cesó obsequio tan genuino, estoy hablando de los años 60 del siglo XX. Dicen que mi padre Juan le decía a mi padrino: “Ramón, nos habrán echado mil maldiciones”.

Mi tía Dolores –la mujer de mi padrino Ramón- mataba muy bien a los pollos o eso decían. Yo la vi hacerlo en algunas ocasiones, entonces –y antes de entonces- a los niños no nos protegían tanto y hasta podíamos ir a un velatorio y aquí estamos, no creo que eso nos haya convertido ni en asesinos en serie ni en deprimidos crónicos. Hoy cuidan mucho esos detalles que forman parte de la vida más real; sin embargo, no se analizan los miles de mensajes de dudosa utilidad educacional que reciben los menores en sus móviles desde las redes sociales, Internet en general o desde el mismo cine y no digamos la televisión. Ahora, un 63,5 por ciento de los menores andaluces están conectados de forma permanente a las redes sociales.

El caso es que unos vecinos muy queridos del barrio de San Vicente –que ahora ya no es barrio sino residencia lúgubre en comparación con lo que yo viví de niño- invitaban a mi tía Dolores a que les matara el pollo de marras y ella lo hacía hasta que el padre de aquella familia creyó sentirse seguro en el oficio de verdugo consuetudinario navideño y le aseguró a mi tía que sería él en ese año el que mataría al pollo. No le salió nada bien.

El entrenador de fútbol galés John Benjamin Toshack, al terminar un partido en una de las temporadas en las que entrenó a la Real Sociedad de San Sebastián (fueron tres, una a finales los años 80 del siglo XX, otra en los 90 y otra en los albores del XXI) declaró a la prensa, criticando a sus jugadores: “Mis jugadores han ido por el campo como pollos sin cabeza”. Yo me reí mucho con aquellas declaraciones y no las olvido por el tono en que las dijo, con su castellano especial, y porque había oído hablar de cómo el desgraciado pollo de mis vecinos se había tambaleado un rato por la casa, en efecto, sin cabeza, y no digo más para no herir sensibilidades aún en mayor medida porque ahora en estos tiempos el personal se nos ha vuelto muy sensible.

Mi risa hoy sería tachada de cruel por ciertos círculos sociales. Qué le vamos a hacer, hay quien sigue creyendo que el que más sufre es el que más llora, enlazando así una pretendida modernidad con una concepción juzgadora ancestral y destructiva. Sí, eran Navidades sangrientas, pero a mí me parecían tan acogedoras o más que las de ahora, acaso porque me sentía abrigado por una sociedad coherente, estuviera o no más o menos equivocada. Acaso porque estaban ellos en mi vida que ya no será nunca igual por mucha auto terapia que me haga a mí mismo. Será porque en Nochebuena yo tomaba mi guitarra y cantaba aquello de “La Nochebuena se viene,/ la Nochebuena se va/ y nosotros nos iremos/ y no volveremos más” y mi madre exclamaba: “¡Y qué verdad es!”.

En efecto, ya no están, no volverán jamás y también yo pasaré y no regresaré nunca. Cuando en 1972 estudiaba Derecho –carrera que abandoné por pesada y aburrida- me daba clase de Derecho Civil don José María de Cossío, el catedrático de la materia. Si salía en el aula el tema de la muerte siempre apuntaba: “Es una regla que como toda regla tiene su excepción y yo espero ser esa excepción”. No lo ha sido, la excepción nos dice la tradición católica –y otras religiones antiguas, las egipcias, por ejemplo- que fue el niño que nació en Belén. La realidad es que aún falta mucho para que llegue esa excepción y mucho más para que llegue la regla general de la amortalidad de los humanos. Por ahora, la muerte de los seres queridos convierte las Navidades en una efeméride en la que se sangra por dentro y uno lleva sus heridas no cicatrizadas con toda la dignidad y valentía de la que es capaz.