Razones para no creer en nada

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02 abr 2021 / 10:06 h - Actualizado: 02 abr 2021 / 10:08 h.
"Tribuna"
  • Razones para no creer en nada

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Una buena semana como otra cualquiera para no creer. Enmarco la afirmación en términos absolutos, desde una incredulidad asentada y paradójica que nos hace girar en el tornado permanente de nuestro tiempo pandémico. Señalo una perplejidad vital, absurda y melancólica que nos haría coger un vehículo-refugio y tirar millas hasta no encontrar otro ser humano, para que el paisaje sea nuestro único compañero de reflexión. Si empatiza con estas sensaciones no se pierda Nomadland, le va a llegar muy profundo ese casi par de horas de poema visual e introspección exquisita.

El terremoto de Lisboa y el encadenado incendio y acometida de la mar en 1755, fundamentó ciertas bases racionales para negar la fe o por lo menos afirmar que si existía un dios concreto en el que creer, debería tener ciertas dosis de sadismo para aniquilar miles de vidas por la azarosa circunstancia de estar en el lugar y momento inadecuado. La noticia corrió por Europa y hasta inspiró a Voltaire para escribir Poème sur le désastre de Lisbonne y Candide, textos en los que se cuestionaba la concepción de una deidad benevolente y la tradición filosófica de “Tout est au mieux dans le meilleur des mondes possibles” -que si me apuran el atrevimiento- es un ancestro del buenismo actual o esa indolencia social para aceptar lo que venga con una sonrisa en la cara, aunque sea un ángel exterminador con guadaña.

Hoy estoy pródigo en referencias enlazadas y me viene al hilo la excelente disertación del ahora demonizado y genial Allen, cuando le explicaba a Diane Keaton (Annie Hall), que la vida estaba dividida entre lo horrible y lo miserable, asombrado de que en el primer caso pudieran soportarlo enfermos incurables, ciegos o lisiados, mientras que en el segundo y mayoritario grupo de mortales -a pesar de todo- se debiera dar gracias por ello.

Los paralelismos históricos, cinematográficos o literarios son a veces automáticos: resulta evidente que en estos momentos lo horrible son las defunciones, la enfermedad, la pérdida y las secuelas personales en la medida de su dimensión real, que me temo nunca sabremos. Lo miserable es el estado en el que nos encontramos el resto de supervivientes, dependiendo además del grado de afectación económica, laboral, psicológica o existencial que haya desbordado nuestras defensas internas.

Vivimos actualmente en un sistema global del miedo y pendientes de la cambiante normativa reguladora, reposando todo sobre un pretendido mantra de responsabilidad colectiva. Que los gobiernos, sus votantes, la banca, o las grandes empresas -que incluye farmacéuticas- tengan como directriz moral el bien común, es algo que como mínimo sugiere la duda. Al respecto, cualquier díscolo que exija una mínima petición de aclaración o cuestionamiento sobre las medidas tomadas, recibe el inmediato sambenito de negacionista y es quemado en plaza pública por los nuevos inquisidores o cohorte de políticos y tertulianos televisivos que sin embozado (buen ejemplo de congruencia), son respaldados por la epístola correspondiente de la viróloga o el experto de turno que -con hierática faz y cierto regocijo de supremacía- proclama la funesta y permanente advertencia sobre nuestro futuro.

Desde el principio de la pandemia parece claro que se tomaron decisiones innecesarias y contradictorias que limitaron libertades básicas y por las que nadie ha pedido disculpas. Desinfectamos pieza a pieza de fruta y cada paquete del supermercado. No era “necesario” el uso de la mascarilla sencillamente porque no había existencias. Corríamos a casa a la vuelta de tirar la basura o hacer la compra indispensable con el pánico a la infracción. Dejábamos en el pomo de la puerta de nuestros padres el mínimo sustento para su encierro completo y salíamos con vergüenza temerosa a respirar en las azoteas comunales. El vecino se convertía en controlador de balcón mientras los cambios horarios, nuevas normalidades, aperturas de negocios, instituciones educativas y demás espacios colectivos parecían ser decididas por el girar de una voluble veleta. Cada país haciendo su propia doctrina, cada comunidad autónoma tirando del mantel sin principio de unidad.

Cambiamos al momento vacunación y no somos capaces de realizar un ejercicio de logística y planificación óptima en unos plazos adecuados. Para este proceso -bastante experimental- se han establecido marcas de primera y tercera con resultados diversos y cuestionables, por lo que si alguna adquiere mala reputación se le cambia el nombre y a seguir vendiendo e inyectando. La movilidad fue maleable si tenías un forfait para esquiar o ibas a cazar venados, mientras que ahora no te puedes cambiar de provincia, pero un guiri sí puede venir de “turismo cultural”. La última medida inmediatamente matizada es la máscara permanente, aunque tomes el sol en la playa a distancia de otros o vayas al monte en solitario.

Si a esta estructura oficializada le añadimos el comportamiento humano, hemos asistido a periodos festivos con las calles como si no hubiera un mañana, procesiones religiosas sustituidas con exposiciones de arte sacro de colas y multitudes apiñadas, o comidas en mesas “separadas” con familias de 6 padres, 4 abuelos y 5 churumbeles que si son convivientes yo soy el obispo de Cuenca. Suma y sigue con empadronamientos costeros imposibles, controles policiales etéreos, citas médicas para consultas distantes, fiestas y copas en locales y pisos privados a todo trapo, o apartadas estancias de lujo para colectivos selectos con PCR incluida. Suena todo a mucho cachondeo. Obedezco lo que me mandan con disciplina de palmeta y como un buen chico de los recados, pero se me está quedando una cara de imbécil que no es normal. La lógica del cumplimiento se desinfla con la mezcla de excentricidad, improvisación e irresponsabilidad organizativa e individual.

Desde otra perspectiva la tendencia subliminal a naturalizar o rebajar la importancia a lo que sucede, es contribuir a la hipoteca de nuestra esencia más interna. El virus, el poder en la sombra o quién quiera que sea, nos ha quitado tiempo de vida y espíritu crítico. Quién me ha robado el mes de abril cantaba Joaquín. Hemos perdido besos y abrazos no recuperables. Se han difuminado los rostros en el dilatar del encuentro. El preciado tiempo para las palabras comunes y las ilusiones viajeras en horizontes soñados son anclas cortadas ante la tempestad que no serán recuperadas. Nuestro destino burlesco es empitonado a porta gayola, vapuleado en su fragilidad.

Todo se torna errático al intentar comprender y buscar sentido a lo vigente. Si pretenden hacernos creer que nuestro ciclo vital solo sea comer, trabajar y dormir, eso nos convierte en simples animales de tiro. Lo siento pero fracasé leyendo a Marco Aurelio para asumir estoicamente la desgracia, mientras que el acusado trastorno de personalidad antisocial me hace recelar de las normas, leyes y derechos si tan huecamente se imponen. Por fantasear, ojalá tuviera diagnosis intermitente de síndrome de Tourette que me permitiera un verbo desatado o mejor, la pérdida del pudor falsario académico para la provocación directa de Lars von Trier (Cannes, 2011). Qué deseable sería también tener el valor para huir de lo civilizado hacia la utopía imposible (The Mosquito Coast, Paul Theroux), emprender el viaje infinito (El camino, Jack Kerouac), o vagar erráticamente en el dolor de la conciencia profunda (Paris, Texas, Win Wenders).

Ciertamente pareciera que remar en el banco hasta que te cambien por otro galeote es la consagración de los nuevos tiempos, muy en la línea de Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don't They?, Sydney Pollack), pero no me tomen por frívolo, mi extracción es de clase baja...humilde -que suena mejor- y aprecio cada momento vivido en su justa medida. Escuchar el primer movimiento de la K282, disfrutar la luz de mi ciudad, oler el viento salino o contemplar la calma del bebé dormido son regalos infinitos. Simplemente me resisto a sobrevivir como pollino de noria, ampliando el surco en su giro infinito. Como mínimo quisiera saber por qué lo tengo que hacer. No creo que sea pedir demasiado.