Seguimos con Cataluña

El conocido eslogan derecho a decidir, utilizado por el independentismo y por fuerzas que se manifiestan no independentistas pero que apoyan ese supuesto derecho, es un elemento en sí mismo vacío, sin contenido concreto en tanto no se une a un enunciado mayor

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13 oct 2017 / 23:12 h - Actualizado: 13 oct 2017 / 23:15 h.
  • Seguimos con Cataluña

Nadie de quienes vivimos las tensiones políticas derivadas del proceso independentista en Euskadi, conocido como Plan Ibarretxe (septiembre 2001–febrero 2005), podíamos imaginar que España sufriría un envite más fuerte aún –excluida la violencia etarra– proveniente de las fuerzas nacionalistas e independentistas de Cataluña.

Cierto es que el nacionalismo catalán, desde el minuto uno de la Transición y durante las negociaciones para el consenso del texto constitucional, condicionó el resultado final a que los derechos autonómicos de Cataluña (y las otras dos regiones llamadas históricas) fuesen reconocidos con un estatus superior al resto de las regiones españolas. Un nacionalismo democrático, posicionado en el antifranquismo, mezclado con una burguesía acomodada, detentadora de privilegios, algunas de cuyas familias más relevantes lo disfrutaron con la monarquía de Alfonso XIII, con la II República y también durante el golpe y la dictadura de Franco.

Esta aspiración identitaria tenía entonces su contraparte en las organizaciones de izquierdas, especialmente en el PSUC y el PSC, interpretada por estas en clave de clase obrera. La diferencia fundamental era que la derecha burguesa catalana actuaba para disputar el poder político y económico a la derecha española, mientras que la izquierda catalana pretendía transformar la realidad social establecida e intervenir en la definición de esa identidad y en que el reparto de los beneficios territoriales no se quedaran solamente en los bolsillos de los de siempre, sino que aumentara el nivel de vida, de empleo, de salud, del disfrute de la cultura y de la educación para la clase trabajadora.

Toda esta arquitectura política que dio veintiséis años de normalidad democrática en Cataluña y, por ende, en España –no exenta de tensiones– se resquebrajó durante el proceso de aprobación y la posterior sentencia del TC contra el nuevo Estatut de 2006. No obstante, no se puede apelar a aquella campaña de enajenación, peligrosa para la convivencia, desarrollada por el PP con Rajoy a la cabeza, para justificar la sinrazón secesionista a la que nos han llevado estos días el gobierno de Puigdemont con el apoyo de PdCAT, ERC y la CUP.

El conocido eslogan derecho a decidir, utilizado por el independentismo y por fuerzas que se manifiestan no independentistas pero que apoyan ese supuesto derecho, es un elemento en sí mismo vacío, sin contenido concreto en tanto no se une a un enunciado mayor, es decir, que sería en todo caso la conclusión de un proceso previo, tras una propuesta, un diálogo, una negociación y un acuerdo, tras el cual, y dependiendo de la profundidad de cambio que representase, el conjunto de la ciudadanía tendría el derecho a decidir.

Obviar todos esos elementos prioritarios y saltar a la última casilla del tablero es hacer trampa y, como es conocido, en toda regla de juego el que hace trampa o paga prenda o es expulsado. Sustitúyase aquí regla por Ley y prenda o expulsión por condena judicial. Por tanto, la celebración del referéndum sobre la independencia de Cataluña el 1–O no puede calificarse más que como una provocación para hacer saltar el tablero por los aires. Añádasele a esto un proceso lleno de irregularidades, sin respetar a las minorías –ni a las parlamentarias, ni a las ciudadanas–, un resultado impuesto sin posibilidad de verificación y el resultado será el de juego nulo y fraudulento.

No podemos justificar, ni tan siquiera en aras de un acercamiento de posiciones, la ambigüedad calculada con la que se han manejado en todos estos meses los partidos independentistas y sus organizaciones satélites. Tenemos, eso sí, el mayor de los respetos por los ciudadanos y ciudadanas que sintieron la necesidad o la obligación de expresar su apoyo a una propuesta que el gobierno de la Generalitat les planteaba y que, a decir de sus propagandistas, podía suponer el remedio a todos los males de Cataluña.

En tal sentido, decimos sin ambages que nos pareció tremendamente desproporcionada la actuación de Policía y Guardia Civil contra ciudadanos y ciudadanas que hacían cola pacíficamente para ejercer lo que ellos y ellas consideraban un derecho, no un delito. Queremos pensar que a estas alturas el propio Rajoy habrá caído en la cuenta de que, por segunda vez en este asunto, algunos de sus ministros y asesores políticos le provocan más problemas que los que le evitan. De nuevo, como en 2006 en su campaña contra el Estatut desde la oposición, Rajoy ha ayudado a incrementar el apoyo a los independentistas.

De lamentable tenemos que calificar el papel jugado por los convergentes de Podemos. Pablo Iglesias sigue en su deriva buscando caladero con una brújula que gira a lo loco. Ada Colau, que empezó esta travesía salvaguardando su responsabilidad como alcaldesa y la de sus empleados públicos, terminó escudándose en la Generalitat y repitiendo como único argumento el derecho a decidir para justificar una política de péndulo. La izquierda no puede actuar como péndulo. O se es izquierda y se defienden los intereses de clase o se es independentista. De lo contrario la izquierda se convertirá en irrelevante.

El acto de la solemne declaración de independencia en el Parlament, sede de la soberanía ciudadana a través de sus representantes, quedará en los anales de la historia como uno de los mayores fraudes políticos. Será el ejemplo de cómo un presidente de un gobierno puede reírse abiertamente en la cara de sus votantes y aparentar que está haciendo una heroicidad. Si ese acto fue puro esperpento, el posterior, con la firma de una nueva declaración de independencia (ya hemos perdido la cuenta de cuántas van) fue un vodevil.

Como ya es conocido, Rajoy ha interpelado al presidente de la Generalitat para que confirme o niegue si ha declarado la independencia de Cataluña. No sabemos si esa interpelación es ya la puesta en marcha del artículo 155 de la Constitución o no. Nos tememos que Puigdemont no se apartará un ápice de la ambigüedad calculada que guía sus acciones en este asunto, pero también que, con 155 o sin él, Rajoy no cejará en su empeño de presentar la cabeza del derrotado. El presidente del Gobierno tiene mucha presión interna para que así sea.

Por eso es esperanzador que Pedro Sánchez haya dado alternativas y, según parece, conseguido el acuerdo con Rajoy para abrir una comisión de estudio sobre la situación territorial, a la vez que la Comisión Constitucional debatiría propuestas para la reforma de la Constitución de 1978. No será fácil, ni rápido. Habrá zancadillas. ¿Pero acaso todo eso no forma parte de la política? Siempre que se haga con honestidad y pensando en las generaciones futuras.

Lo que no es política, sino barbarie, y no puede ser ni jaleada ni consentida en un Estado Democrático es la presencia y actuación de grupos franquistas, fascistas y filo–nazis, como lo hemos visto en nuestras ciudades estas semanas. Al calor de una legítima aspiración de mantener la unidad territorial de España –algo en lo que coinciden no menos de la mitad de los catalanes y catalanas– esos grupúsculos han desafiado también al Estado de Derecho sin que este, sus fuerzas de seguridad, intervengan para requisar propaganda ilegal. Felicitamos –sarcásticamente– a los políticos independentistas de JxS, ERC y CUP. Esta presencia ultraderechista es también parte de su éxito.