Si solo me quedaran setenta y dos horas de vida

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30 abr 2020 / 21:45 h - Actualizado: 30 abr 2020 / 21:50 h.
"Coronavirus"
  • Si solo me quedaran setenta y dos horas de vida

El famoso filósofo francés Roger Pol-Droit publicó hace unos 5 años un libro titulado Si solo me quedara una hora de vida. No pretendo, ni mucho menos, emular al eminente pensador, un hombre de esa talla intelectual; sería una vanidad por mi parte, un delirio para ser más exacto. El título de la obra me impactó, sobre todo porque estaba en las puertas de una importante intervención quirúrgica que resultó a posteriori muy problemática, por las múltiples complicaciones que acarreó. Estuve muy angustiado, viendo cómo se podía acabar mi vida, circunstancia que alivió la mujer que estuvo a mi cuidado en el hospital, mi pareja de entonces, que desempeñó un papel muy relevante, admirable, caracterizado por su plena dedicación y su desinteresada entrega, una señora con unas destacables condiciones humanas, a quien no dejaré de manifestar mi sincera gratitud. Un magnífico ejemplo de constancia, de lealtad y de amor.

Estos días de pandemia que han entrañado una mortandad del Covid 19, la desolación de muchas familias, o quizás también las oscilaciones de mi estado de ánimo, han sido probablemente los motivos por los que viniera a mi mente aquel libro, con ese título tan llamativo y lúgubre. Para evitar toda pizca de voluntad de comparar este escrito con el de Pol-Droit, decidí sustituir la hora por setenta y dos horas, es decir tres días. Omne trinum perfectum, todo lo que es tres, es perfecto, dice la locución latina. Entre otras cosas, porque en tres días, hay un margen para administrarse y organizar el tiempo que queda por vivir, aunque resulte también corto. En realidad, no porque vaya a ser sometido de nuevo a una operación o esté condenado en lo inmediato a morir, sino por el hecho de que me atrae este tema y me empuja a elaborar algunas reflexiones en torno a él. La Muerte, un maldito vocablo que asusta y amilana a la mayor parte de nosotros; este proceso biológico con el cual inexorablemente se enfrenta todo ser humano, como consecuencia de una enfermedad, o de causas naturales relacionadas con la avanzada edad. Excepción hecha de las muertes prematuras, sobrevenidas a raíz de un accidente de tráfico, aéreo o marítimo, o producto de catástrofes naturales, de un crimen o de cualquier otra circunstancia que se me escape. Ah, me olvidaba del hecho traumático de alguien que voluntaria o deliberadamente, decide, por las razones que sean, poner fin a su existencia. Pero hay algo cierto:” La muerte tiene rigores como ningún otro”, escribió el poeta francés François de Malherbe. En este momento me asaltarían muchas preguntas y una de ellas sería si hay vida después de la muerte. Existen varias teorías sobre el particular y no soy un entendido en la materia. Por lo tanto, no osaré ni siquiera emitir una opinión al respecto.

La muerte es vivida de distintas maneras según las culturas. Me acuerdo haber visto hace años una película del difunto y afamado director de cine japonés, Akira Kurosawa, en la cual la muerte de un anciano, en un pueblo de su país, era festejada por la familia, y por el séquito que había acudido al funeral y que acompañaba el féretro al cementerio, cantando y bailando. Era un acontecimiento alegre, algo impensable y que provocaría un verdadero asombro e irrespeto hacia el finado en nuestra cultura. En la sociedad occidental, es experimentada como una tragedia, y no se recibe ninguna enseñanza que nos guíe sobre la manera de abordar este trance que tarde o temprano nos golpea a todos. Tampoco es concebida del mismo modo dentro de culturas, en principio, similares. En mi país, por ejemplo, Haití, los niños, a su manera, velan también a los muertos y participan en todos los rituales y ceremonias que acompañan el deceso de un ser querido o de un pariente, correteando y jugando con toda la sencillez e inocencia propias de ellos. Lo que evidentemente acostumbra a los pequeños a enfrentarse desde muy temprana edad a un proceso cruel, ininteligible para ellos, pero que les ayudará, creo yo, en el futuro a considerar este acontecimiento como algo natural y consustancial, auxiliado por las explicaciones que los mayores les suelen dar para suavizar la pérdida del familiar, se trate de padres, abuelos, hermanos, etc. En mi caso, cuando falleció mi abuela materna, quien vivía con nosotros, con apenas 8 o 9 años de edad, recuerdo que me recogieron del colegio para que yo estuviera con la familia en la casa.

No quiero apartarme demasiado del título inicial de mi escrito, que es el siguiente ¿Qué haría yo si, aquejado de un mal irreversible, solo me quedaran setenta y dos horas de vida? Confieso que para nada resulta fácil elucubrar o contestar a dicha pregunta, cargada de sutilezas y de emotividad. Serían unos días, me imagino, de abatimiento, de tristeza y quizás de difícil asimilación de este ineludible hecho. Es un ejercicio intelectual, donde se entremezclan lo filosófico con lo imaginario, un hecho hipotético, pero perfectamente posible. Contrariamente a la soledad que sufren hoy día los pacientes moribundos de la pandemia, quisiera poder contar con la presencia de mis seres queridos, entre los cuales mi mujer, compañera infatigable de mis cuitas, de noches de insomnio y de alegrías. Sinceramente creo que ellos coparían mis últimos pensamientos.

Educado en la religión católica, de la cual me aparté hace años por discrepancias con algunos de sus dogmas, pero guardando su esencia, mis padres me inculcaron unos principios, basados en el catolicismo, que han sido, algunos de ellos, las directrices de mi vida. Me acordaría de algunas de las conversaciones que tuve con mi padre, relatándome el estilo de vida de su juventud, de cómo conoció a mi madre. De condición social humilde, sus modales eran exquisitos. Me alegraba verle, poniéndose a mi altura, estudiando juntos lecciones de la historia de nuestro país. Me rebelaba, a veces, contra las visitas que me obligaba a hacer, por tener que ir trajeado y encorbatado, a su madre, mi abuela, con ocasión de las fiestas de Navidad y del Año Nuevo. Del severo sermón que me echó, enojado, cuando se percató un día de mi resaca. Amante de la lectura, su hambre por el saber era ilimitado. Defensor acérrimo de la verdad, rugía con fuerza contra las marrullerías. De talla esbelta, las féminas no dejaban de alabar su bello rostro, algo que me creaba una sana envidia. En fin, que más diría de él, que era un poco susceptible.

De mi madre, tendría presente su dulzura, su eterno sufrimiento por los años que no estuve a su lado, esperando con una impaciencia, apenas contenida y con ansiedad, las vacaciones veraniegas para que volviésemos a reunirnos. Su sensibilidad a flor de piel, su carácter simpático, afable, siempre dispuesta a agrandar su círculo de amistades y a cuidarlas, algo que he heredado de ella. De los mimos que prodigaba a mis amigos y de los detalles con que agasajaba a los que venían a casa a estudiar: los Turenne, Piard, Sterlin, Lamarre y Coupet, estos entrañables condiscípulos con quienes he compartido momentos de una gran carga emocional. Por fin, me acordaría de las más de quinientas cartas que me escribió, llenas de nostalgia.

Y qué decir de mi hermana, Josette, que siempre, contra viento y marea, me ha apoyado, mostrándome su comprensión, su buen hacer y su generosidad. Una persona con un gran corazón, a la que quiero mucho, al igual que a mi sobrina, su marido y mi sobrino nieto.

De mis tías Constance, Andrée, Marie- Lucie, también mi madrina, y de los tíos Lucien y Fritz, de mis apreciados primos y primas, particularmente Colette y Axel de los que guardaría un grato recuerdo. En fin, trataría de llevarme las secuencias más positivas de mi vida, algunas acontecidas en mi añorado país, lamentando no haber conocido personalmente a ciertos personajes de renombre que profundamente admiro: Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica, una leyenda; José Múgica, el ex-jefe de Estado de Uruguay, un hombre consecuente con sus ideas; John Joseph Magufuli de Tanzania, un gran estadista; Michelle Bachelet, la distinguida señora ex-presidenta de Chile; Jane Goodall, la extraordinaria primatóloga inglesa; Susan Sarandon, la activista actriz norteamericana; Oliver Stone, el exitoso director de cine estadounidense; y Gregory Berns, el excelente ¨científico de los amores caninos¨, etc. Sin olvidar algunos amigos, hasta surgiría en mi memoria la Virgen del Rocío que, según una de mis pacientes, fue la que me libró, hace un lustro, de las garras de la muerte.

Si de las interpretaciones que se puedan dar a este escrito, alguien lo considera como un conmovedor tributo a mis padres y a mi familia en general, me quedo inmensamente satisfecho.

El doctor Alix Coicou es médico-psiquiatra.