Celebramos en este domingo, último del año litúrgico, la solemnidad de Cristo Rey del Universo. El evangelio que escucharemos en la Eucaristía nos muestra el rostro sereno y majestuoso de quien, consumada su entrega por nuestra salvación, es coronado como Rey en el árbol de la Cruz y es constituido como clave y fin de toda la historia humana.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que ante la realeza de Cristo, "la adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura... Es la actitud de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" y el silencio respetuoso ante Dios, "siempre mayor" (n. 2628).

"Desde el comienzo de la historia cristiana -nos dice el Catecismo- la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino a Dios Padre y al Señor Jesucristo: el César no es el Señor" (n. 450). Por ello, en esta solemnidad es preciso tomar muy en serio aquello que nos dice una canción bien conocida: “No adoréis a nadie, a nadie más que a Él. No fijéis los ojos en nadie más que en Él; porque sólo Él nos da la salvación; porque sólo Él nos da la libertad; porque sólo Él nos puede sostener”.

En la solemnidad de Cristo Rey no es suficiente dejarnos fascinar por su doctrina. Es necesario dejarnos conquistar por su persona, para amarlo con todas nuestras fuerzas, poniéndolo no sólo el primero, porque ello significaría que entra en competencia con otros afectos, sino como el único que realmente llena y plenifica nuestras vidas.

Es ésta una fecha muy apta para iniciar o continuar el seguimiento del Señor con decisión y radicalidad renovadas, para entregarle nuestra vida para que Él la posea y oriente y la haga fecunda al servicio de su Reino. Aceptemos con gozo la realeza y la soberanía de Cristo sobre nosotros y nuestras familias, entronizándolo de verdad en nuestro corazón, como Señor y dueño de nuestros afectos, de nuestros anhelos y proyectos, nuestro tiempo, nuestros planes, nuestra salud y nuestra vida entera. Que hagamos verdad hoy aquello que rezamos o cantamos en el Gloria: “...porque sólo Tú eres Santo, sólo Tú Señor, sólo Tú Altísimo Jesucristo”.

En las lecturas de esta solemnidad aparecen nítidos estos dos rasgos de Jesús, majestad y humildad, consecuencia de sus dos naturalezas, divina y humana. El hombre de hoy no tiene dificultad para reconocer en Jesús al amigo y al hermano solidario de nuestra historia, de nuestros sufrimientos y dolores, pero nos resulta más difícil reconocerlo como Rey y Señor de nuestras vidas.

Muchos de nosotros contemplamos en su día las películas clásicas sobre Jesús, en las que se advierte enseguida la dificultad aludida. En casi todas ellas el director ha optado por el Jesús humilde, perseguido, incomprendido, refractario a la injusticia y a la mentira, cercano al hombre y a sus sufrimientos. Es el caso de Jesucristo Superstar y, de manera más dura y desmitificadora, La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese. Pier Paolo Pasolini, en el Evangelio según Mateo, nos brinda un Jesús amigo de los apóstoles y de los hombres, una persona como nosotros, aunque con un cierto halo de misterio. Pero se queda a medio camino. Sólo Franco Zeffirelli, en su Jesús de Nazaret, trató de conciliar las dos dimensiones de Jesús. Lo presenta como un hombre admirable, humano y cercano, que, al mismo tiempo, con sus milagros y su resurrección, sobrepasa y supera lo humano.

El Jesús que la Iglesia nos presenta en la solemnidad de Cristo Rey es el Jesús real, humanísimo y trascendente, verdadero hombre y verdadero Dios, siervo humilde y rey del universo. En la historia del arte cristiano hay una representación de Cristo crucificado que de una forma especialmente bella refleja toda la grandeza de la realeza de Cristo. Es el Cristo de la portada de la basílica romana de santa Sabina, esculpido en el siglo XII. Al Cristo de santa Sabina le falta la corona de espinas. En su lugar figura una corona real. En su rostro no hay atisbos de sufrimiento. Es el rostro sereno y majestuoso de quien, consumada su entrega por la salvación del mundo, es coronado como rey en el árbol de la Cruz y entronizado a la derecha del Padre en su resurrección y ascensión. Desde entonces Él es la clave y el fin de toda la historia humana, y también la cabeza y el Señor de su Iglesia.

La aceptación de la soberanía de Cristo en nuestras vidas y la dimensión social de su realeza nos emplazan además en esta solemnidad al testimonio de la caridad, hoy más necesario que nunca. Jesucristo ejerce su realeza atrayendo hacia Él a todos los hombres por su muerte y resurrección. Él no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por todos. Por ello, para el cristiano servir a los pobres y a los que sufren, imagen de Cristo pobre y sufriente, es reinar (LG 36). Sólo así la Iglesia podrá ser en este mundo el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz.

En esta solemnidad de Cristo Rey del Universo, ante el Rey soberano que entrega libremente su vida por la salvación del mundo, entreguémosle nuestra vida para que Él la llene y plenifique, para que Él la posea y oriente, para que la haga fecunda al servicio de su Reino.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.