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24 may 2016 / 20:00 h - Actualizado: 24 may 2016 / 20:03 h.
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Jugué al balonmano en el colegio durante todo el bachillerato y me divertía tanto que incluso alargué hasta segundo de carrera, mientras la Facultad de Derecho mantuvo el equipo femenino. Debo reconocer que era bastante bruta, ágil, rápida y con un tiro zurdo inesperado y fortísimo que hacía gol muchas veces. Con esas características, el entrenador me solía colocar en el extremo derecho, donde recalaba a menudo alguna diestra recién llegada que aún no había perdido el miedo y defendía peor que las jugadoras del centro y los laterales. Desde allí trataba yo de colocar mi potente trallazo, que entraba casi siempre ajustado a la escuadra del ángulo largo de la portería. En la espalda de la camiseta llevaba mi número favorito, el 7. Con el pelo recogido en una trenza o una cola de caballo, el dígito quedaba tapado parcialmente, de modo que parecía un 1. Durante años, en las actas de los partidos que los árbitros levantaban cada fin de semana, la máxima goleadora de nuestro equipo fue la portera, que llevaba el 1 en su dorsal. Así aprendí tempranamente y sin aspavientos que en el trabajo en equipo da lo mismo quien haga los méritos, lo importante es colaborar para que el grupo cumpla sus objetivos.

Quizá sea pronto para hacer un diagnóstico definitivo, pero tengo la sensación de que vuelvo a formar parte de un equipo humano que, en lo sustancial, rema en la buena dirección. No leerán esto, así que lo puedo decir sin resultar sospechosa: estoy rodeada de profesionales inteligentes y honestos, algunos de ellos buenos amigos, que simplemente se alegran de contar conmigo. Así dará gusto trabajar las horas que hagan falta.