La Tostá

Un pollo en el ático

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
30 nov 2022 / 06:41 h - Actualizado: 30 nov 2022 / 06:44 h.
"La Tostá"
  • Foto: EFE
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Hace unos veinte años el presidente de una peña flamenca de un pueblo de Sevilla me regaló un pollo de engorde para Nochebuena, pero vivo. Vivía entonces en un precioso apartamento de la Gran Plaza, con una amplia terraza que daba justamente a esta hermosa plaza y ahí solté el pollo hasta Nochebuena para que viviera sus últimos días a gusto, comiendo maíz y viendo las festivas palomas en las palmeras. Nunca había matado un pollo, aunque en casa era algo habitual y no solo en Navidad. Hablaba cada día con el pobre gallo para irlo preparando y le hacía ver que no iba a disfrutar cortándole el cuello. Que no era un asunto personal contra él, sino una tradición, la de sacrificar a un animal para celebrar un nacimiento, el del Niño Jesús. El ingenuo pollo me escuchaba muy atento, con la cresta cadavérica, como haciéndose ya a la idea de su triste final. Una noche, cercana ya Nochebuena, me preguntó algo que me dejó hecho polvo: “¿Por qué tengo que ser yo el sacrificado”. No había caído nunca en eso, en el hecho de que siempre tengan que morir los animales para que celebremos un nacimiento, aunque sea tan señalado. El pollo se estaba rebelando claramente y ya no me hacía ninguna gracia sacrificarlo en Nochebuena. Decidí entonces dejarlo en libertad en un parque cercano para que se buscara la vida, un día antes de la señalada noche, sin caer en la cuenta de que iba a ser un calvario para él por lo atractivo que resultaría ver un pollo suelto en un parque, sin dueño, en Nochebuena y cerca de Los Pajaritos y Las Candelarias. Cuando comencé a preparar la mesa, solo en el apartamento: las gambas de Huelva, la carne mechada, el lomo embuchado, la botella de Rioja y el plato de alfajores, me acordé del pobre pollo y me empecé a sentir mal. Se me quitaron las ganas de comer y de celebrar el nacimiento de Jesús. Decidí ir a buscarlo al parque y cuando llegué vi un grupo de personas mirando hacia la copa de una palmera, donde estaba el gallo, con muy mala cara y un estado de nervios más que palmario. No les explico cómo, pero pude bajar al animal de la palmera y una hora más tarde me vi compartiendo mesa con él en el apartamento, con villancicos en el tocadiscos y mirándonos con cierta escama. Creo que llegó a pensar que le había puesto un plato de maíz envenenado, porque no se comió ni un solo grano. Sorprendentemente, se puso a pelar gambas y hasta le metió picotazos a la carne mechada y los huevos rellenos. No recuerdo cómo acabó la señalada noche, pero por la mañana, el plumífero me había dejado una breve nota en la puerta del frigorífico, que decía lo siguiente: “Gracias por tan bella velada. Pero si llegaste a pensar en cortarme el pescuezo para celebrar el nacimiento de Jesús, no sé qué me harías en Semana Santa”.