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Viéndolas venir

Un pueblo sin corona

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Álvaro Romero @aromerobernal1
06 may 2020 / 07:49 h - Actualizado: 06 may 2020 / 07:52 h.
"Viéndolas venir"
  • Un pueblo sin corona

Dios quiso que yo naciera en un pueblo de Andalucía, junto a las marismas del Guadalquivir, a decir del escritor más insigne que ha dado este suelo, mi paisano Joaquín Romero Murube.

Y en este pueblo se decía que una reina, mora para más señas, cruzaba por un pasadizo secreto desde el castillo hasta la iglesia. También se decía que el castillo era de un rey que siempre venía por aquí a cazar patos. Mucha leyenda, evidentemente, pero es que vivimos en una tierra especialmente legendaria, amasada en la doliente historia verdadera de una humanidad que encontró aquí el confín del mundo conocido, el límite del universo como crisol de culturas venidas de todas partes. Porque, después de aquellos reyes de taifas que reinaron en esta tierra cuarteada por tantos intereses siempre ajenos al pueblo silenciado, el pueblo andaluz, en rigor, ya no volvió a tener más reyes que los señoritos de sus cortijos, los caciques que obligaban a los más humildes a saber que el sudor es la única corona grave de sal para el labrador, como dejó dicho el poeta Miguel Hernández -tan andaluz en el fondo- cuando se conmovió por los olivares de Jaén viendo a aquel niño yuntero...

Fíjense si esta tierra que se abre desde Despeñaperros hasta sus dos mares ha construido su propia leyenda a base de mitos tan mágicos como populares que mientras que el reino de Castilla la terminó conquistando y repoblando después de haberse construido su propia epopeya como pueblo, la del Cid Campeador, aquí no fue sino Federico García Lorca, ya en el siglo XX, quien consiguió enhebrar una epopeya propia a base de pena negra, la que había quintaesenciado en un libro que terminó haciéndole justicia poética a una patria derivada de tantas caravanas de multiculturalidad como conducían hasta esta tierra prometida: el Romancero gitano. Y eso que la reina Isabel, tan castellana y católica ella, se había asomado por primera vez al mar desde el castillo de Sanlúcar de Barrameda, siempre tan a su aire.

Ya en el decisivo siglo XIX, el pueblo andaluz se había disfrazado de romántico para defender su íntimo reino sin reyes y sin coronas, en el último intento importante de doblegarlo bajo unas monarquías que ya le sobraban. Me refiero a cuando, durante la Guerra de la Independencia, de nuevo en Jaén (en Bailén), se le ajustaron las cuentas al gran Napoleón, que quería imponernos como rey a su propio hermano, o cuando se fraguó en La Isla la primera de nuestras Constituciones, esa Pepa gaditana tan bordada de libertad y que luego habría de hacer trizas nuestro último rey absoluto, al que el espíritu del pueblo volvió a hacerle frente -aunque lo pagara tan caro-, después de haber encontrado inspiración en un pueblo tan andaluz como Las Cabezas de San Juan.

De modo que cuando el padre de nuestra patria, Blas Infante, diseñó el escudo del que todos los andaluces nos sentimos tan orgullosos, no fue casualidad que prescindiera de armas, laureles o coronas y en cambio se acordara de ese mito hercúleo que al mismo tiempo que separa estrechos hacia el más allá, doma leones con la gracia de su inteligencia. Abajo, sobre la arbonaida (blanca y verde en andalusí), un lema de trascendencia universalista: “Andalucía por sí, para España y la Humanidad”. Ole.

Digo todo esto porque no me vale esa explicación del presidente de la Junta de Andalucía de que su nuevo escudo no es el de Andalucía, del que, dice, no ha cambiado nada, sino que es el de Presidencia... Un presidente de nuestra tierra tanto más orgulloso aún se tendría que sentir del escudo de la misma, del que tenemos para todos por igual, el que diseñó Blas Infante antes de que los fascistas lo sacaran a culatazos de su casa de Coria del Río –“la casa de la Alegría”- para fusilarlo.

Alguien podrá decirme que, al fin y al cabo, solo se trata de un símbolo. Pero es que de símbolos estamos hechos los seres humanos. Y por culpa de no valorar lo que simbolizan, históricamente, acabamos como acabamos. Por ejemplo, como estamos ahora, sin ir más lejos. Por eso nos ha molestado tanto ver nuestro escudo mitológico encerrado por unos laureles que tanto me han recordado a aquello de ¡Vivan las caenas! y, encima, con una coronita, como si el pueblo andaluz hubiera reclamado ningún rey desde que se ha creído por fin lo que es.