Aunque la naturaleza está dando ya tempranas señales de los esplendores de nuestra primavera, cierto es que no hay un solo indicador económico o social que en estos días ofrezca razones para el optimismo. Los índices de pobreza aumentan. Los precios siguen imparables. El dinero escaso y cada día más caro. Un tercio largo de nuestras familias escasamente llegan a fin de mes. Todo ello precipitándose sobre una sociedad progresivamente más desanimada, desconfiada y descreída, presa de conflictos, de rencores y enfrentamientos buscados.
Sí, pero seguimos en Cuaresma. Menos mal que tenemos estos días reservados en el año para la reflexión, para la limpieza de los viejos hollines, para la humildad y el arrepentimiento, para ejercer el perdón por ser nosotros mismos perdonados. Una Cuaresma, al fin, para la esperanza de una nueva vida, de un volver a empezar. Qué grandeza nos ofrece esta época del año en la que, a pesar de los nubarrones, mirando hacia Arriba, se cuelan entre ellos destellos y rayos de sol, de belleza, de verdad y de bondad que dan el calor que acrisola la esperanza.
La esperanza no sólo como aspiración o deseo de hacer cambiar en el sentido más amplio nuestra vida sino como el instrumento con el que dar forma a lo nuevo, como la gubia que con precisión y golpe a golpe va arrancando al duro tronco, a la resistente roca de la realidad, la belleza y la bondad que, en momentos de abatimiento, pueden parecernos imposibles. La Esperanza que, seguro, acabaremos contemplando con emoción desde los extramuros de Sevilla y recibiéndola como prenda de que la búsqueda de un nuevo amanecer ha merecido la pena.
Un mundo mejor es posible. Una España mejor es posible. Una Sevilla mejor aún es tu tarea y la mía, sólo posible si se modela con la gubia de la generosidad y del esfuerzo. La Esperanza abre la puerta a la aurora, pero sólo “si somos rebeldes y valientes para rechazar la noche”.