Murillo: el pintor enamorado de sí mismo

La personalidad y la grandeza artística de Bartolomé Esteban Murillo renace en su 400 aniversario y Sevilla lo festeja con más de un año de actividades encaminadas a revalorizar su obra

30 dic 2017 / 21:20 h - Actualizado: 31 dic 2017 / 10:33 h.
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Él sabía que su tiempo llegaría. Más aún, Murillo, cuando dejó esta tierra, se debió marchar con la firme consciencia de que, con su obra, había sellado un pacto de fama eterna. Por eso, que Sevilla esté celebrando con grandeza el fasto del 400 aniversario de su nacimiento solo es una perla más en el corolario de su magnitud. «Murillo se encargó de gestionar su propia fama y lo hacía de forma premeditada, consciente de su infinita valía», asegura el profesor de Historia del Arte y comisario del Año Murillo, Benito Navarrete. Así, tal cual.

El pintor sevillano (1618-1682) no ha querido responder a las reiteradas llamadas transdimensionales de este periódico. Ni mediante ouija ni tampoco a través de prestigiados médiums; Murillo, por encima del bien y del mal, debe andar a lo suyo, disfrutando a lo grande la vida eterna. «Él logró, gracias a sus obras, que el público tuviera de él una imagen de bondad; fue una estrategia suya y no tuvo demasiado que ver con la realidad; la historiografía ha construido una imagen equivocada de su pintura y personalidad», explica Navarrete, quien desmenuza cómo el artista fue, como todo mortal humano, un ser con sus (muchísimas) luces y sus sombras.

«Murillo fue una de las personalidades artísticas que mayor influencia y proyección ha tenido en el arte andaluz desde la segunda mitad del siglo XVII al XIX», asegura. Durante el siglo XX la atención disminuyó, pues los aguerridos vanguardistas no vieron en el sevillano precisamente a un artista tortuoso, presto a oscuridades y dramatismos, por lo que, por comparación, prefirieron contraponerlo al más angustioso (plásticamente) Alberto Durero. Fue de este modo que la estela de Murillo permaneció, durante décadas, algo más retirada. Hasta ahora, cuando su obra se celebra a lo grande con el deseo de que Murillo sea, durante los próximos años, centro de análisis, reivindicación y objeto de exposiciones.

«Murillo es un clarísimo ejemplo de que es más importante la imagen que el tiempo en que se realizan las obras. Va dejando una estela, una huella y una impronta que rememora la vigencia de esa imagen a lo largo del tiempo», argumenta Navarrete remachando el porqué su legado se ha mantenido, con la salvedad del pasado siglo, siempre vigente, siempre actual.

Seguramente, habida cuenta de que durante su ‘reinado artístico’, no hubo hermandad hispalense ni casa de relevancia que no suspirara por colgar un Murillo en sus paredes, el pintor vivió embelesado de sí mismo. Sabía que la dulzura con la que manejaba los pinceles no tenía competencia; y que había dado con un sello propio que, como todo grande, repetiría haciendo de él su principal sello de estilo. Pero su vida, y su propia personalidad, distó notablemente de la imagen del creador un punto cursi y amanerado que tantas veces se le ha adjudicado.

Murillo amasó fama y fortuna. Y ambas cosas le interesaron por igual, con codicia. El artista estuvo preso en 1655 porque no tenía dinero para pagar el alquiler de una casa propiedad del cabildo catedralicio, frente al monasterio de Madre de Dios, por tener toda su fortuna invertida en la carrera de Indias. Estos accidentes, no obstante, quedaron sagazmente eclipsados «por la imagen de bondad que el propio pintor y su obra generaron en la Sevilla del XVII pues Murillo manejaba las redes sociales como nadie», abunda Navarrete. El artista fundó el término community manager siglos antes de que el término fuera trending topic. Además, nadie osaba airearle las vergüenzas. Tenía de su parte a la nobleza y a la Iglesia, sus clientes principales. «Es complicado encontrar a un artista que participara como lo hizo él en la vida catedralicia», dice la conservadora de Bienes Muebles de la Catedral, Ana Isabel Gamero. Por eso seguramente jamás le interesó en demasía hacer carrera fuera; tenía todo el oropel y la gloria garantizada en su propia casa.

Ahora, Sevilla quiere hacer taquilla turística y patria atrayendo con el gancho murillesco a un millón de personas.