El reportaje literario

La tía Tula, aquella feminista de hace cien años

Se cumple un siglo de la publicación de una de las novelas más trascendentes de Miguel de Unamuno, la de una protagonista que busca la santidad de ser madre y virgen a la vez y arroja, sin pretenderlo, la independencia de imaginar un matriarcado universal

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
12 sep 2021 / 10:48 h - Actualizado: 12 sep 2021 / 10:53 h.
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  • Miguel de Unamuno.
    Miguel de Unamuno.

Miguel de Unamuno (1864-1936) fue un escritor atormentado toda su vida, lideró sin proponérselo la Generación del 98, que fue la primera en preguntarse por el sentido de un país abocado a la ruina tras haber dejado de pensar en sí mismo, y fue capaz de trascenderse al crear personajes inolvidables que expusieran lo que él trató de expresar en todos los géneros posibles: el ansia de inmortalidad que la razón se empeña en negar y el misterio insondable de la personalidad pública que los demás nos ven y la personalidad íntima que tal vez nos llevemos a la tumba. Para ello fue capaz de escribir en verso, de hacer dramas como Fedra (1918) o El otro (1932) o de trazar profundos ensayos filosóficos como Del sentimiento trágico de la vida (1912), pero tal vez en sus particulares novelas (nivolas, las llamó él, por aquello de ser una fórmula narrativa de exponer una filosofía) encontró la forma más literaria de encarnar sus propias tesis filosóficas en personajes de carne y hueso aunque se creyeran ficción, o viceversa. No lo tuvo claro aquel Augusto Pérez de Niebla (1914), que llega a discutir su propia existencia con el autor, ni seguramente San Manuel Bueno, mártir (1930) antes de que sus amigos reivindicaran una extraña santidad por haber predicado la Palabra de Dios sin creer en la vida eterna, es decir, con más mérito aún. Pero si hay una novela –o tal vez nivola- en la que Unamuno fue capaz de concentrar todo su afán filosófico vital y además hacerlo en torno a una mujer que encarnara el ardor de Santa Teresa y el idealismo de Don Quijote esa fue La tía Tula, publicada hace ahora justamente un siglo aunque escrita mucho antes, en 1907.

La tía Tula, aquella feminista de hace cien años
La novela ‘La tía Tula’.

La tía Tula, Gertrudis, que es como se llama en realidad el personaje sobre el que gira toda la novela, aborda el tema de la maternidad desde una perspectiva trágica, es decir, sin conocer varón, lo cual es lo mismo que conjugar maternidad con virginidad, y tal vez por eso la novela haya sido tachada en algunos momentos de no ser más que un dechado de ferviente catolicismo. Pura superficialidad de no haber leído la obra sino tangencialmente. En rigor, La tía Tula es una tragedia feminista de cuando el feminismo no había germinado en todo su esplendor y las claves de su desarrollo no podían sino conectarse en un contexto de beaterío. Su protagonista lleva su propia independencia al extremo, hasta el punto de su propia infelicidad, al servicio de la felicidad ajena, algo así como le ocurre al cura Manuel Bueno, con esa superioridad moral de los personajes unamunianos más atormentados por su propia inteligencia.

El ama de la casa

Ella y su hermana Rosa viven con un tío cura, don Primitivo, cuando aparece Ramiro, el pretendiente que se deja extasiar por la belleza de Rosa aunque sigue indeciso cuando Gertrudis, a la que llaman cariñosamente Tula, le pone las cartas bocarriba: se va a casar con su hermana sí o no, le pregunta directamente ella, con aquellos “ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón”. El bueno de Ramiro se ve precipitado hacia la boda y luego, gracias también a las facilidades que propicia la propia Tula, hacia el primer embarazo de su mujer, a la que no le da tiempo recuperarse cuando viene la segunda hija, y luego una tercera. El desarrollo argumental de Unamuno es rápido, yendo siempre a lo esencial del relato, de modo que el lector asiste a la organización del hogar por parte de la tía Tula, la tía de los tres sobrinos, mientras sus padres se dedican a procrear. Rosa muere tras su tercer parto y le encarga a su hermana Tula que ella siga siendo madre de sus sobrinos pero no madrastra, o sea, que antes de que Ramiro se case con otra mujer, la escoja a ella. Pero Tula se niega rotundamente, porque en su cosmovisión solo existe la pureza de la maternidad sin la mancha que para ella supone el sexo.

Se considera ya madre sin necesidad de pasar por la cama del varón. No es lesbianismo lo suyo, pues también sufre las tentaciones propias de convivir con su cuñado, abriendo las ventanas del cuarto al amanecer para que saliera “el olor a hombre”. La novela es, al cabo, un sutil ejercicio de erotismo que se hace más palpable cuando el viudo Ramiro busca incesantemente a su cuñada para que se case con él, la acosa verbalmente, la roza, le suplica aunque Tula se defienda siempre llamando a voces a algunos de los sobrinos, en la casa o en el campo, donde pasan una temporada antes de descubrir que allí se despiertan más los sentidos y que en la ciudad “estaba su convento, su hogar, y en él su celda”. El caso es que Tula se resiste a ser elegida por su cuñado hasta que este cae en la tentación de yacer con la criada de la casa, Manuela, con la que concibe primero un hijo, y Tula lo obliga a casarse con ella, y luego una niña.

La tía Tula, aquella feminista de hace cien años
‘La tía Tula’ también se llevó al cine.

“Hombre, al fin y al cabo”

Cuando Ramiro está en la agonía, Tula le confiesa que –o se confiesa a sí misma- que siempre estuvo enamorada de él, y que tal vez se quedó en un segundo plano por soberbia, por espanto de la brutalidad de los hombres, a lo que su cuñado le reprocha que “es una santa; pero una santa que ha hecho pecadores”. Ella misma reconocerá haberlo empujado a él al pecado primero con su hermana y luego con la criada, mientras que ella se ha salvaguardado en su celda de pureza ahora con cinco críos a los que educar. En ese trance se refugia en la pureza luminosa de la geometría que aprende Ramirín, el mayor, en el colegio; haciéndole el biberón a la pequeña, mientras le deja que le toque el pezón en un arrebato de maternidad que llega a consolidar porque todos los chiquillos la consideran su verdadera madre, una madre rotunda sin necesidad de hombres. “Hombre, al fin y al cabo”, concluye ella no solo cuando el confesor no le da la razón en su huida de su cuñado o en los primeros raptos místicos del sobrino, sino cuando el médico don Juan también le propone matrimonio y ella lo echa por “puerco”. Incluso, en su personalísima teología, la tía Tula llega a considerar el cristianismo “una religión de hombres, a pesar de la Magdalena”. “Masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo... ¿Pero y la Madre?”, se pregunta Tula, y se responde, crítica: “La religión de la Madre está en ‘He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra’ y en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga y alegra y hacer olvidar penas, y para que el Hijo le diga: ‘¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora’ ¿Qué tengo que ver contigo...? Y llamarla mujer y no madre...”.

“¡Muñecos todos!”

Unamuno tenía un concepto agónico de la vida y más aún de esta a través del prisma del cristianismo, donde la eternidad –aunque no se dijese explícitamente- no debía estar en manos de la Santísima Trinidad, sino en manos de la Virgen madre, pues solo una mujer puede salvar a la humanidad de su desamparo existencial. En su concepción del ser humano mismo, hay hombres zánganos, como Ramiro; abejas reinas para ser fecundadas y perpetuar la especie y abejas obreras encargadas de que esa perpetuación dependa más de lo espiritual que de lo puramente carnal. En este último caso se refleja el papel de la tía Tula, la mamá grande de todos: de los cinco sobrinos y hasta de sus padres, y de los hijos de sus propios sobrinos, que asisten finalmente a su lúcida agonía sospechando en sus últimos instantes que ha caminado de puntillas por el mundo, con un inútil exceso de pureza, guiada más por la soberbia que por el amor, soñando en vez de viviendo, utilizando a los demás como muñecos para llevar a cabo su propia fantasía de una maternidad virginal. Por eso el consejo último de la tía Tula, en un arrebato de autocrítica del propio Unamuno, es que “no tengáis miedo a la podredumbre”, pues si ella misma, Tula, hubiera amado de verdad se habría arrojado al fango sin miedo a mancharse. “No podréis ir a salvar al compañero volando sobre el ras del albañal porque no tenemos alas..., no, no tenemos alas, o son alas de gallina, de no volar..., y hasta las alas se mancharían con el fango que salpica el que se ahoga en él... No, no tenemos alas..., a lo más de gallina... No somos ángeles..., lo seremos en la otra vida..., donde no hay fango, ¡ni sangre! Fango hay en el Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia. En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con fango”.

Sororidad

Un siglo después, la tía Tula no hubiese tenido que empapar su vida de tanta tragedia porque hoy hubiese sido posible la adopción o la inseminación. Pero Unamuno escribió todo esto, adelantándose a su tiempo, hace más de un siglo. En un atípico prólogo, “que puede saltar el lector de novelas”, dice el autor, “así como tenemos la palabra paternal y paternidad, que derivan de pater, padre, y maternal y maternidad, de mater, madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a fraternal y fraternidad, de frater, hermano, no tengamos sororal y sororidad, de soror, hermana”.

En el cine

La tía Tula, con ese mismo título, fue el primer largometraje del director de cine jiennense Miguel Picazo, que llevó la historia a la gran pantalla en 1964. El propio director reconoció alguna vez que la censura franquista metió tanto la tijera que había dejado la película en un tráiler. Quizá exageró, pero lo cierto es que se cortaron secuencias de hasta seis minutos, todo lo que contraviniera el orden de Iglesia y Patria cuya mojigatería en los años 60 era mucho más acusada que cuando Unamuno había concebido la historia medio siglo atrás...

En la película original, protagonizada por Aurora Bautista y Carlos Estrada, había una escena en la que el personaje de Ramiro, contemplado por su hijo, está sentado bajo el muro de un cementerio bajo un cartel que reza: “Cementerio. Lugar sagrado. Se prohíbe el paso en el cementerio a señoras y señoritas que vayan sin medias y a las parejas que no guarden la debida compostura y moralidad”. El cartel era real, del cementerio de Guadalajara donde se rodó la secuencia, pero no se dejó ver en la cinta. La censura tampoco dejó pasar una escena de violación y menos aún otra en la que Tula se desnuda en su habitación para quedarse en combinación y se aplica desodorante frente al espejo, algo que a los censores les pareció peligrosamente erótico.