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Lo imposible se alumbra con poesía

El poeta sevillano José Luis Rodríguez Ojeda da a luz su último poemario con la editorial Anantes: otra entrega de hondura existencial amarrada al verso

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
18 abr 2022 / 17:04 h - Actualizado: 18 abr 2022 / 17:07 h.
"Libros","Poesía"
  • José Luis Rodríguez Ojeda.
    José Luis Rodríguez Ojeda.

Lo dice José Luis Rodríguez Ojeda (Carmona, 1957), tal vez de otros poetas que suenan o resuenan más: “Poeta de soniquete / y perfección celebrada, / solo se ven tus andamios. / ¿Y tu alma?”. Esa pregunta retórica no necesita hacérsela a sí mismo este consolidado poeta de la Experiencia, porque José Luis tiene la métrica clásica tan interiorizada –las endechas, los romances, las décimas, los sonetos, su soleá- que tras la música solemne de sus propias versos asoma siempre el alma, tan desnuda, tan a secas, tan por derecho, que suele funcionar como espejo del lector. Solo por esa razón se llama poesía lo que escribe; poesía verdadera: “Llega siempre la verdad, / pero llega siempre tarde, / cuando hay poco que arreglar”. Con arreglo o no, porque la vida es la que es –la de los poetas y la de quienes no lo son-, el caso es que quienes se rebuscan la lírica de todos juegan con ventaja, porque hasta lo imposible son capaces de alumbrar.

Rodríguez Ojeda se conoce definitivamente a sí mismo en este último poemario, hasta el punto de hacer de exégeta de su propia poesía. “En mis versos se repite / una palabra: camino”, dirá. Y es verdad. El camino de Machado, el del propio cauce de los ríos manriqueños, los de Heráclito, en fin, su “Canción del camino”, que fue el título de uno de sus primeros poemarios, de hace ahora veinte años –que no son nada-, en ese mismo campo semántico que no lo ha abandonado desde su primer libro: Consecuencia de andar (1994). El camino y la canción han estado siempre presentes en cuanto José Luis escribe: A Gazel. Poemas del Cante (2000), Por una mirada (2005), De los Primeros Años (2010), Sin pensar en el final (2013). La vida, de principio a fin, que es un camino por el que se pasa cantando, diciendo, pensando, en versos sonoros o interiorizados, sintetizados con el paso del tiempo. Y el poeta está viviendo, en gerundio, es decir, siempre en medio del camino, mientras se vive, se recuerda lo vivido o se imagina el porvenir. “Es tu naturaleza, corazón; / tan impaciente como desmedido. / Los años han pasado / y los grandes anhelos de otros son. / Que el camino ahora cambies no te pido, / pero échate a un lado”.

La bendición de la Poesía

Hay un poema en este libro que es el principal. Se titula, enigmáticamente, “La Señora”, y nos recuerda a aquel que Juan Ramón escribió en Eternidades: “Vino primero pura, / vestida de inocencia; / y la amé como un niño...”. En efecto, José Luis conoció la poesía siendo niño, no solo en esa Arcadia perfecta de los libros, sino en la imperfecta de la melancolía más personal, la del “frío, el invierno, / las noches muy largas; / los ojos abiertos / bajo la almohada.../, pues “la sombra y el miedo / también son infancia”. Y tanto tiempo después, tras una relación intermitente con la Señora, el poeta está en condiciones de afirmar que “intransigente ella no concibe / que nadie venga y vaya cuando quiere / y a otras cosas su esfuerzo le dedique”. Celosa como nadie, “te hace pagarlo, ya lo creo. / Si no perdona un mínimo despiste, / cómo va a comprender tu alejamiento”, dirá, “por más que le argumentes que otras cosas / tu atención necesitan y tu esfuerzo, / o que no estás en tus mejores horas... (...) La distancia / la impone ella ahora hasta angustiarte / y sentir el vacío de la nada”. Lo dice alguien que necesita imperiosamente alumbrarse, hasta lo imposible; alguien que dice a la vez que “Dios existe. No existe. / Creer y descreer”, y que termina explicando su relación con la Señora en clave de menesteroso: “Entonces pasas días, muchos días / esperando su bendición, su gracia; dispuesto para todo lo que pida. / De pronto una palabra te da, un hilo. / No lo sueltes. Tal vez la Poesía, / viendo tu empeño, al fin vuelva contigo”. Es así como el poeta entiende el alumbramiento, incluso de lo imposible, que es siempre entenderse a sí mismo.

Elegía por sí mismo

Autoelegía por un tiempo que no vuelve con un rayo de esperanza en forma de palabra precisa. Así podríamos definir este último poemario del profesor Rodríguez Ojeda, tan bregado en sus letras para el cante. Porque en José Luis encontramos a dos poetas que son el mismo y no lo son: el poeta intimista y el poeta que se dice el cante a sí mismo, susurrante, bajito y a compás, para luego escuchárselo en la voz de los más grandes cantaores que ha dado Andalucía en las últimas décadas: Calixto Sánchez, Curro Malena, José Valencia, El Chozas, José Parrondo, Miguel Vargas, Rubito Hijo, Manuel Cuevas, Manuel Cástulo, Laura Vital, Miguel Ortega, y podríamos seguir. El poeta que era y que es, el que escribe para sí mismo y también para la garganta de quienes dicen sus versos asegura casi en el ecuador de este último libro que “adoraba la noche. Todavía / alguna vez a ella / vuelvo por ese algo / tan bello y misterioso que tenía”. Sin embargo, “Ya no la encuentro bella. / Y el misterio es mi cuerpo cuando salgo, / a ver cómo responde al otro día”.

Rodríguez Ojeda, por otro lado, cierra en este libro el círculo perfecto machadiano, el agradecimiento personal no solo a los dos Machado (Antonio y Manuel o viceversa) que a él lo han hechizado desde siempre por igual, sino también a su padre, Antonio Machado Álvarez, apodado Demófilo, que tanto hizo antes que sus hijos y que los hijos de todo el pueblo por rescatar el alma escurridiza de este en forma de versos precipitados hacia la orfandad. A Demófilo le dedica un soneto esencial, que remata de la siguiente guisa: “Es verdad que estudiosos y escritores / le dan sitio en justicia y por derecho. / No es poco, pero sí bastante triste / que el pueblo –en tópico- de sus amores / sepa apenas de quien por él ha hecho / tanto, todo. ¿O el pueblo ya no existe?”. La pregunta no parece baladí en quien sentía el impulso juvenil de mitificarlo todo, dice él mismo en otra parte del libro. “El mismo impulso en mí sigue, / pero en dirección contraria. / Todo lo desmitifico. / No me creo casi nada”.

Amores e ideales

En el poemario, cuyo prólogo firma tan analíticamente el catedrático Francisco Martínez Cuadrado –murciano de nacimiento, sevillano de adopción-, no podían faltar los amoríos –de niñez, de juventud, de luego-, pero tampoco el sereno amor definitivo de su esposa, a quien le dedicó el primero poema va a hacer ahora 40 años. “Entresaco de él estos dos versos: / ‘Concha es su nombre y Concha será el nombre / que pronuncie a diario en mucho tiempo”. Finalmente, cuatro décadas después, el poema de ahora remata: “Concha es tu nombre y Concha ha sido el nombre / que he pronunciado tanto todo el tiempo”.

El poeta, seguramente porque se sigue alumbrando hasta lo imposible, siente la llamada ingenua de quien fue: “Me vienen a veces aquellos impulsos / de cuando era un joven pleno de ideales / y comprometido con cambiar el mundo”, si bien, “impulsos que vienen muy de tarde en tarde / y que igual que vienen se van al momento”, pues, como él sabe decir mejor que nadie por soleá: “Aunque se cierre la herida / y no queden ni señales, / el dolor nunca se olvida” y “Porque algo siempre queda. / Como mínimo, el temor / de que el mismo daño vuelva”. Ahora solo falta la garganta que lo cante.