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Amor a la literatura

No sé cómo se transmite el amor a la literatura, a las historias bien contadas, a la letra impresa, a la poesía. Nadie tiene la receta para continuar esta cadena literaria que surge de la noche de los tiempos, con historias desgramadas a la luz de la lumbre y cuya fascinación se extiende hasta nuestros días...

el 16 sep 2009 / 03:05 h.

No sé cómo se transmite el amor a la literatura, a las historias bien contadas, a la letra impresa, a la poesía. Nadie tiene la receta para continuar esta cadena literaria que surge de la noche de los tiempos, con historias desgramadas a la luz de la lumbre y cuya fascinación se extiende hasta nuestros días. Nadie sabe cómo construir esa burbuja en la que los lectores empedernidos necesitamos sumergirnos algunas horas durante el día en esa pantalla en blanco que son las hojas de un libro y en la que proyectamos, dirigidos por las palabras impresas, realidades y mundos ajenos.

En mi caso, el amor a las letras comenzó con las historias familiares y se encendió la chispa definitiva por la pasión de una profesora de literatura, excéntrica y atrabiliaria, que más que explicar la literatura, nos la representaba en sus clases, buscando en nuestras miradas a un potencial lector futuro. Vimos a Julieta morir en la clase, nos alzamos a voz en grito con Fuenteovejuna, padecimos los sufrimientos de Ana Ozores, arrojamos nuestra vida al tren como Ana Karenina y nos atormentamos en las cumbres borrascosas de las pasiones.

Esta profesora evitaba dar explicaciones enrevesadas de la poesía y practicaba la inmersión literaria como ahora se realiza la inmersión lingüística: sin flotador y sin previo aviso. Desdeñaba las lecturas obligatorias y nos prestaba libros que nada tenían que ver con el temario oficial de la asignatura. Nos hablaba de la vida de los literatos solo si habían tenido amores tormentosos, aventuras divertidas o finales desesperados.

Nos dijo, sin embargo, antes de darnos a conocer sus poesías, que García Lorca murió muy joven en Granada, ¡atropellado por un tranvía! No sé si intentaba proteger nuestra sensibilidad casi infantil, aunque temo que dada su tendencia a los finales infelices de la literatura del siglo diecinueve, más bien pretendía protegerse en esos años de la dictadura franquista con las explicaciones engorrosas que hubiéramos demandado y que, a ella misma -una mujer conservadora, en lo político- le resultaban desagradables.

La literatura se convirtió para nuestras mentes adolescentes, en un territorio de libertad y de conocimiento personal. En los libros estaban los sentimientos, las sensaciones, los conflictos más íntimos e inconfesables.

Con la literatura, además, se podía expresar la complejidad de la vida, de las relaciones sociales. Se podían ver las entrañas del poder, de los afanes humanos, de las ciudades. Había algo auténtico, esencial, en ese artificio artístico que superaba a otras formas de presentación de la realidad y que, solo acaso, a veces el cine roza.

Algunos dicen que la literatura es la expresión más descarnada del yo, sin frenos. Otros dicen que su papel liberador, o quizá sublimador, ya no es necesario en una sociedad que se ha vuelto por completo una gigantesca exhibición del yo. Algo debe de haber de cierto en esta afirmación cuando -con contadas excepciones- la literatura actual ha huido literalmente del presente, de los nuevos conflictos, para refugiarse en historias del pasado. Pero todavía la literatura conserva esa cualidad de patria común, de territorio no ocupado en el que soplan, de vez en cuando, aires de libertad.

Concha Caballero es profesora de Literatura

www.ideasconchacaballero.blogspot.com

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