Una feria, cualquier feria, no es la realidad sino su escaparate. Un exceso colectivo en el que caben todas las emociones del mundo cotidiano, desde la inocencia de la alegría a la pompa vana del quiero y no puedo. La de Sevilla vendrá cargada de lluvia, pero no hay problema: caigan rayos y truenos, en ella reinarán la apariencia soberbia de los todopoderosos y los besos primeros de la adolescencia; bajo el chaparrón de agua y de sevillanas, transcurrirá de nuevo la consagración de la primavera y la resurrección de la alegría, junto a esa rara estadística de los 810 euros por término medio que cada hijo de vecino gastará supuestamente durante estos días y el trabajo temporero que convierte la fiesta ajena en sustento propio. Ojalá que no la agüen ni la borrasca ni las pamplinas.
J.J. Téllez