Cofradías

Cuando el esfuerzo disipa todas las angustias

La salida de la Hermandad fundada en San Bartolomé estuvo presidida por la emoción, tras tres Semanas Santas sin realizar su Estación de Penitencia. 1.100 nazarenos acompañaron a sus Sagrados Titulares a la Catedral.

el 15 abr 2014 / 20:29 h.

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Por Óscar Gómez El alba no tuvo que despejar duda alguna. La luna llena no había tenido aura agorera, ni había viento que transportara aromas húmedos. La justicia de un sol propio de la mitad de abril despertaba a los hermanos de San Esteban que habían echado un último vistazo a la túnica antes de irse a la cama a librar una pelea con los nervios acantonados en la garganta. MÁS FOTOS EN LA FOTOGALERÍA Hermandad de San Esteban. / J.M. Paisano Hermandad de San Esteban. / J.M. Paisano No había duda a las diez menos cuarto de la mañana, cuando los primeros cofrades ocuparon su medio metro de acera frente a la ojiva. No hubo duda al filo del mediodía, cuando la comitiva municipal presidida por el alcalde visitaba la hermandad. Cada mirada que se asomaba al interior del templo habría disipado una duda, pero no hubo ninguna que acobardar con un gesto arrogante. Pasaban diez minutos de las tres de la tarde cuando el primer integrante del cortejo de la Hermandad de San Esteban pisaba la calle revestido de hábito y capa. Más nervios, más tensión, pero ninguna duda. No las tuvo el hermano mayor de la corporación, que se estrenaba en la presidencia del paso de palio cuando pensaba en los extremos de la nómina de la cofradía, en los niños y en los veteranos, que eran muchos. Antonio Burgos concentraba en un único ser tres condiciones: era el hombre más feliz, el más emocionado, y el que contaba con una mayor responsabilidad de cuantos se encontraban en la calle a la que el templo y la cofradía dan nombre, que también eran muchos. No cabía un cuerpo en San Esteban, desde la esquina con Imperial hasta la Plaza de Pilatos, y sin embargo cada vez había más almas presentes, a través de la retransmisión de El Correo TV, para vivir uno de los momentos más dramáticos de la Semana Santa sevillana. Las fauces de una fiera de piedra y siglos amenazaban con dar una dentellada a las devociones de todo un barrio, pero dos cuadrillas de guerreros de arpillera y esparto, arengados por las emociones contenidas y por los aplausos desbordados, estaban preparados para derrotar a la lógica y a la trigonometría. Lo hicieron cuando el sol hiriente ya lamía de luz toda la fachada de la iglesia; cuando el misterio del Señor coronado de espinas, flagelado y burlado, venció el trámite imposible de salvar la ojiva, lastimando apenas los guardabrisas de los candelabros. La agrupación de la Redención saludó la proeza con las fanfarrias de la victoria, y el millón de almas concentradas en dos millares de miradas aplaudieron a los héroes del costal. Nunca hubo duda de que así sería en un Martes Santo despuntado al alba de un sol radiante. Los cirios blancos del cortejo de luz de la Madre de los Desamparados amenazaban con retorcerse ablandados por el calor y por tres años de lágrimas que brotaban en una única tarde. Un aire denso de tragedia comenzaba a envolver el templo, rodeándolo y estrechándolo por sus tres flancos de callejuelas de barrio judío, como la Jerusalén de la Pasión. Cada voz se iba acallando a sí misma, y la euforia hecha toda grito se adensaba en un silencio profundo y cavernoso. Arrodillado frente a sus hombres, Ariza pedía genio, y casta, y coraje, y fuerza, y alma… y que no cupiera entre los hombros de los costaleros ni el temblor de una duda. Que todos fueran ahuyentados por el recuerdo de los que ya no viven en la tierra la emoción de pisar el cielo. Desde el fondo de la calle, el capataz enfiló el arco de piedra dirigiendo a treinta hombres que se derramaban sobre su propia figura para hacer gatear la emoción, empujando con la Fe que mueve montañas y esquiva dentelladas de piedra y mortero. Apenas habían acariciado las corbatas de los varales los colmillos de la legendaria ojiva, la ojiva de San Esteban, cuando el patrón de los hombres de abajo ya sólo tuvo que mandar ‘de frente’. Mil veces mandó de frente, porque el palio de la Virgen de los Desamparados apenas avanzaba una lágrima en cada mecida. Tres minutos de silencio se rompieron con una explosión de alivio que tronaba a furia guerrera. Había vuelto a ocurrir, y nunca hubo duda alguna. Fue entonces el capataz quien se derrumbó sobre su terno negro y hundió el alma bajo los faldones tal vez para bendecir a sus madres, que les dieron el coraje para ser costaleros de San Esteban. Pero esa confesión queda en la intimidad de una cuadrilla unida por la bravura. Reviraba el paso de palio enfilando a la Plaza de Pilatos, y del cielo llovían pétalos que se posaban por primera vez sobre un manto bordado por las hermanas de la cofradía durante cinco años de esfuerzo que, sumados, valen tanto como el de los hombres que lo paseaban por vez primera. El sol de abril, como no hubo duda desde que acarició el horizonte, destellaba en los hilvanes de oro y mimo de las bordadoras. San Esteban ya hacía una estación de penitencia en la que cabrían todas las oraciones, todas las promesas que se habían quedado encerradas tres años tras la legendaria ojiva. Una calle alfombrada de claveles, unos muros que devolvían el eco de los vientos y los timbales, unos ojos inundados del brillo salado de la emoción… firmaban la crónica de la tarde en la que no hubo sitio para la duda.

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