No se puede tener todo pero sería imperdonable no conservar lo que se tiene y Sevilla mantuvo desde el siglo XVI -si no desde un poco antes- una línea en la pintura. Igual que en Viena se puede seguir la evolución de la arquitectura desde el siglo XVII hasta ahora mismo, Sevilla muestra una continuidad pictórica que empieza con la llegada de artistas foráneos como Alejo Fernández y aún no ha terminado. Y eso ha sido posible no especialmente por la aparición de genios, sino porque no decayó la maestría, la capacidad -la virtú, dirían los italianos aunque sin ponerle el acento- de crear discípulos.
La proliferación de talleres para el comercio americano, como expuso Luis Méndez en su libro Velázquez y la cultura sevillana, tuvo que ser fundamental pero, independientemente de ésa u otras circunstancias, como la posterior llegada de viajeros en busca de lo murillesco, la ciudad siempre alimentó un fuego que no siempre tuvo su hogar en las aulas universitarias. Hoy, por hoy, por ejemplo, la llama y el calor los proporcionan los talleres de la Fundación Aparejadores, dirigidos por Juan Lacomba, que han cumplido su décimo primera edición y prolongan el raro arte de la maestría, bajo los auspicios del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.
¿Qué ha habido para hacer posible la existencia de esa academia, tataranieta de la del Duque de Alcalá? Pues, naturalmente, un poco de dinero pero, sobre todo, imaginación, cultura y voluntad, virtú en su acepción más honda. Imaginación para salirse de los caminos trillados, cultura para saber qué otros hay que escoger y voluntad para continuar, año tras año, sin que desde las instancias oficiales se les anime mucho, la verdad. Porque esta ciudad, que da tantos premios, para otorgarlos casi siempre toma el camino que ellos dejan, el trillado.
Antonio Zoido es escritor e historiador
