Hay sitios a los que, sin que nadie sepa por qué, les toca siempre la china; seguirán siendo desgraciados tanto si los dejan descuidados como si se ocupan de ellos. Es como si en algún momento de la historia alguien les hubiese lanzado una maldición condenándolos a permanecer al margen, a vagar por los extramuros del ir y venir de la ciudad. Uno de estos lugares es esa plaza sevillana que se llama de Calderón de la Barca sin que nada justifique la denominación y que, en realidad, fue el centro candente del populoso barrio de la Feria.
Hoy la forma un recinto pequeño porque su cuadrilátero fue copado en gran parte por el mercado, pero eso, después de todo, podría haber sido una pequeña parte de la condena: la escuadra que forman el muro lateral de la parroquia de Omnium Sanctorum y la fachada del palacio de los Marqueses de la Algaba sigue siendo uno de los mejores ángulos de Sevilla, un continuum de arquitectura mudéjar religiosa -la del ábside de la iglesia- y civil, la puerta con alfiz y atauriques, falsa balconada de azulejos, ventana de ajimez inencontrable en cualquier otra parte y tejaroz.
Allí donde se concentraban los gremios de la Sevilla bajomedieval, donde se originaron el motín del Pendón Verde en 1520 y la revuelta del siguiente siglo, alguien ha tenido la infeliz idea de romper la uniformidad del pavimento para colocar un aparcamiento de bicicletas impidiendo así cualquier actividad. Seguramente no hay maldición y todo es fruto de la inconciencia, la misma que tienen los niños cuyas mentes aún no se han abierto a la cultura. Otro igual, hace un siglo, le puso el nombre de Calderón de la Barca porque tampoco sabía quién era el Calderón que, a secas, la rotulaba. Quizás acertara sin querer al dedicarla al dramaturgo; la vida que tuvo no fue desde entonces sino sueño.
Antonio Zoido es escritor e historiador
