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En quince días se acaba el mundo

Cuando Inés Sastre dice que no viene y Pedro Ruiz se burla de un crítico diciéndole que gana en un año lo que él en cinco vidas, la Expo se puede dar por muerta.

el 29 sep 2012 / 21:26 h.

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Celebración de Arabia Saudí en la Expo.

El 25 de septiembre de 1992, El Correo se vio obligado, impelido o como quiérasele llamar a publicar en su cuadernillo diario sobre la Expo un pequeño texto titulado El mosqueo de un pseudo-actor: Patético Pedrito Ruiz. Antes de que alguien se pregunte dónde está la tan cacareada objetividad del informador, conviene que se lea dicha piececita, que no tiene desperdicio. Dice así: "Hace escasas fechas ofrecíamos en estas páginas la crítica de la obra ‘El viaje de Sancho Panza, que se ha representado en el Teatro Central. No fuimos los únicos en destacar la escasa calidad de este montaje, ni tampoco el mediocre trabajo de su protagonista principal, Pedrito Ruiz, que se ha debido de creer que tiene la suficiente categoría artística para emprender esta aventura profesional."

El plumilla se toma un respiro, bebe agua y prosigue: "Pues bien, este caricato, que se presenta como defensor a ultranza de la tolerancia, que ha clamado al cielo cuando alguien no ha aceptado sus críticas chabacanas y se presenta como ‘modelo' democrático, se ha descolgado con un telegrama dirigido a nuestra Redacción, en los siguientes términos: «Crítico del Viaje Infinito Sancho Panza. Estoy cenando caviar con una chica guapísima. Este año ganaré lo que tú en cinco vidas. Brindo con champán a tu salud, guapito. Besos a Pellón chin pom. Pedro Ruiz.» De modo que mientras unos comían caviar otros tenían que chuparse mandarinas semejantes. La Expo, obviamente, estaba muriéndose a chorros y los telegramas, las declaraciones de unos y otros y las imágenes de tales postrimerías, tan tristes ellas, caían en las manos como trozos desgarrados del telón de un decorado que se viene abajo. Quedaban esperanzas, no obstante, de maquillar al muerto durante unos días para que no apestase más de la cuenta, y entonces se anunció un milagro: el día 24 contó este periódico que la inminente gran gala de la moda gallega que se iba a celebrar en la Cartuja contaría con las primeras modelos nacionales: Jacqueline de la Vega, Judit Mascó, Cristina Piaget y, sobre todo, Inés Sastre. Pero en la crónica de este Xacobeo de los dedales, como lo tituló El Correo, el papel lloraba la ausencia de esta última. Era la negación de la belleza. Todo estaba perdido.

Hablando de negaciones de la belleza: los Reyes volvieron a pasearse abundantemente por la Expo con su séquito y eligieron para tal despliegue la zona de los pabellones autonómicos, decisión impecable por lo que tiene de exquisitez diplomática el reunir en un solo vistazo a todas las Españas. Y sucedió que el día 26, estando en el de Aragón, allí envueltos todos ellos por imágenes digitalizadas de los antepasados del Rey pintados por Goya, alguien saca a colación el parecido de Juan Carlos I con Carlos IV, y salta la Reina (¡huy, como en la sevillana famosa!): "Menos mal que se parece a Carlos IV y no a ese otro", señalando el retrato de Fernando VII, cuya cara es, duele decirlo pero es así, el equivalente humano a un palo de nata chuperreteado. No había más remedio, pues, que darle la razón a la rama griega de la familia. Y además, era noticia. En la crónica publicada el día siguiente contaba este periódico que la salida de Doña Sofía "provocó las risas de los presentes", pero no dijo nada de cómo le sentó al monarca.

Crónicas, qué gran género. En los comienzos de la Expo se publicaban algunas verdaderamente prodigiosas acerca de los acontecimientos que se iban sucediendo y, en especial, sobre los días nacionales de los diferentes países representados en la feria. Y por contra, en estos estertores finales daba la sensación de que a los reporteros se les estaba yendo la gracia, la pasión, lo que fuese, contagiados como no podía ser de otro modo de esa inefable sensación de apaga y vámonos. De este modo se dejaron pasar sin excesivo derroche de detalles las fiestas organizadas en el Palenque y en sus pabellones por Arabia Saudí, Panamá, Dinamarca y otros estados homenajeados. En vez de alabar las volteretas de los danzarines saudíes y el reparto público de dátiles, o en lugar de dar detalles de corrosiva envidia del yate blanco en el que vinieron los reyes daneses, asuntos sobre los cuales se pasó sin demasiada pasión, los periodistas se fijaban en el lado tenebrista del asunto.

De los autobuses, por ejemplo, echaban pestes. Literalmente. El día 27, en una piececita chiquita pero matona se decía que los autobuses de las líneas circulares que pasaban por la Expo "fueron escenario ayer de numerosos altercados entre visitantes. Atestados de público habitualmente, la lluvia hizo que transitaran ayer auténticamente masificados. A las numerosas batallas verbales se sumaron las protagonizadas por algunos visitantes, que pasaron a darse codazos, empujones y puntapiés en los tensionados vehículos. Hace falta que aumente la flota porque en ellos se reviven imágenes tercermundistas a diario que empeoran en días lluviosos". Tremendo testimonio. Y no era el único que sacaba a la luz el aspecto más fúnebre y funestos de la exposición sevillana, en sus coletazos últimos. El día 28, bajo el título Jordis, Joseps y Jaumes se quiso narrar la avalancha de catalanes en la Expo con ocasión del puente de la Mercè, y escribía la periodista: "En Plaza de América una morbosidad indisimulada lleva a los visitantes a la segunda planta para fotografiar la momia naturalmente conservada de una mujer que habitó en la Pampa Grande argentina hace 900 años. Se exhibe ante los ojos profanos de quienes no son antropólogos ni arqueólogos. Solo mirones", para concluir, unos párrafos más tarde, con una nota de color (de color negro) sobre el ambiente: "La Exposición Universal se acaba. Quienes la trabajan están ya cansados, sobre todo el personal que briega con el público. Un pupi se quita la gorra, se limpia el sudor y suelta: Ya no puedo más. Espero con impaciencia el 13 de octubre." Faltaban quince días para eso y Sevilla estaba ya hastiada de grandeza y de expectativas, como si quisiera volverse ya al pueblo, o como si supiera que detrás de ese brillante decorado donde jamás se ponía el sol seguía estando su borrico, su gallina, su canasto, su boina, esperándola para emprender el regreso a la vidilla de siempre. Pronto se iba a enterar de lo que cuesta subir el V Centenario en burro. Ni se lo imaginaba.

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