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La nieve y el entredicho

El palaciego Antonio Rincón regresa a su pueblo con un libro como tributo a la memoria de un año memorable para este municipio del Bajo Guadalquivir: ‘Vientos de ayer’

el 24 mar 2014 / 23:30 h.

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15611282 En 1954 ocurrieron tantas cosas memorables en Los Palacios y Villafranca que ha tenido que transcurrir más de medio siglo para comenzar a digerirlas. Fue el único año del pasado siglo en que nevó una madrugada, la del 2 de febrero, que blanqueó la marisma y congeló la estampa de los muñecos de nieve y el barrizal mañanero en la memoria de chiquillos como Antonio Rincón, que ahora cuenta los entresijos de aquella época en un libro de 32 relatos titulado Vientos de ayer.  Pero 1954 también fue el año del Entredicho, una especie de excomunión previa a la que fueron sometidos los palaciegos porque durante la feria del año anterior se había habilitado una caseta donde las parejas pudieron bailar agarradas, como sólo habían visto hacer hasta entonces en las películas. Al párroco de entonces, Manuel Fontádez, se le atragantó tanto aquella licencia de los enamorados que envió una carta al arzobispo de entonces, el también cardenal Pedro Segura, denunciando a la «orquesta que con sus cantares y movimientos enloquecía a los que bailaban, enlazados, estrechados sus cuerpos y rozando sus caras al acorde de una música arteramente dispuesta para el estallido de las más bajas pasiones». Por eso los concejales del pleno que había aprobado aquella «fiesta del diablo» tuvieron vetada su participación en los sacramentos, según relata Rincón. Por aquellos mismos días, el escritor palaciego Joaquín Romero Murube, consolidado como conservador de los Reales Alcázares de Sevilla, publicaba Pueblo Lejano, un monumento literario que suponía una elegía en prosa poética sobre su Arcadia perdida y que incluía a Los Palacios en el territorio mítico de la mejor literatura española. El libro, del que Gregorio Marañón diría en un prólogo que superaba al Platero y yo de Juan Ramón por su compromiso social, no tardó en traducirse al francés. Pero en la plaza de Los Palacios hicieron una pira para quemarlo porque la cultura pueblerina de entonces no interpretaba que sus miserias aparecieran en letras de molde como un retrato comprometido y enternecedor, sino como una crítica malsana. Seis décadas después de aquel año entre bárbaro e ingenuo y de aquella época entre bravucona y gris, Rincón aterriza en su pueblo con este libro en la misma tradición memorística de los Relatos palaciegos que ya reeditara en varias ocasiones Miguel Roldán, focalizando costumbres, juegos, edificios y personajes que los vientos del progreso –a veces tan ficticios como estériles– se llevaron por delante. Así, hay relatos centrados en personajes inolvidables aún en boca de todos, como el titulado El zapatero ilustrado, que cuenta las relaciones del niño narrador con Antonio Guerrero, un vecino suyo que se ganaba la vida como zapatero remendón pero cuya pasión por la cultura animaba al niño a preguntarle mil y un detalles. También conocido como el Maestro Guerrero, por tocar el clarinete en la banda de música local, su nombre acabó por designar a la agrupación musical. Un maestro ejemplar es un homenaje al docente Diego Llorente, que no sólo preparó a cientos de palaciegos como el propio Rincón para el ingreso en Bachillerato, en algún instituto de la capital, sino que acabó dando nombre a un instituto del municipio. El libro rescata a otros personajes como Isabel la Melera, una loca con la ácida cordura de denunciar a voces lo que las hipocresías tapaban; o el pintor Juan Troncoso, que captaba con su pincel la esencia legendaria de una marisma tauromágica; o el sochantre Pepe el Moreno y el organista Manolito El Ciego, cuyo binomio musical en la parroquia de Santa María la Blanca hechizaba el templo; o Joselito el pregonero, voceador de noticias públicas y privadas cuyo oficio, ya entonces en peligro de extinción, intentó exportar un americano ricachón para un «museo de extravagancias». También lugares desaparecidos son objetos de la nostalgia que desparraman las páginas del libro: el cine de la Aurora, por donde desfilaron trupes híbridas en los años grandes de Juanito Valderrama y Pepe Marchena, y donde proyectaron tantas películas puritanas al calor veraniego que concedía la censura; el Palenque, escaparate simpar para los tomates y las sandías de un pueblo que siempre presumió de ellos ante la orilla de la N-IV; o el puente de Los Ratones, convertido tantas noches de plenilunio en efímero lupanar a las afueras. Otros relatos se centran en costumbres oriundas que sólo recuerdan los más viejos del lugar, como la de los llamados «peseteros», aquellos remolones pobres que entraban al cine por la mitad de su precio trascurrido el NODO si quedaban sitios libres, para rentabilizar la proyección; o la de los centauros al galope en los días de feria que tenían que cazar, por la argolla, una cinta suspendida de un cajón colgante en la calle Real; o la de tantas parejas que terminaron casándose a base de paseítos por la Plaza de España o de bailes que fueron el colmo de la vanguardia en El Desembarco, por entonces casi el único restaurante a la orilla de la travesía... El libro cuenta con una decena de ilustraciones del pintor local Emilio Gavira, que ha adaptado algunos cuadros de su propia casa y ha creado acuarelas nuevas para recoger muchos de los instantes que una prosa «tan plástica y detallista» le ha facilitado, según reconoce el pintor. Las acuarelas originales podrán contemplarse en una lectura pública y colectiva de la obra que ya se prepara en El Casino.

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