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Para los abuelos es una paliza

el 25 mar 2013 / 22:16 h.

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Gentilicios de Sevilla: sevillano, hispalense, marmolillo / El diseño funcional de un hospital agua una escena emocionante Señor contemplando una cofradia desde la ventana Cuando sucedió la onírica escena del hospital, las orejillas del gentío, pese al calor que daba el mazacote humano, llevaban ya un rato congeladas. Eran los jirones de viento mojado, que bajaban del Aljarafe como brujas volanderas. La tarde del Lunes Santo, al deshilacharse caminito del crepúsculo, siempre luce esa atmósfera destemplada. Pero la Virgen de la Salud entró en San Jacinto revoleando los ánimos al son de Coronación de la Macarena, que es la forma que tienen los ángeles de decir vámonos que nos vamos: espantando a los demonios de la tarde con una arenga tan enaltecedora de la Semana Santa que las orejas recuperaron su rubor de tanto intentar aplaudir con ellas. El palio se plantó ante el Infanta Luisa, y allí, a Campanilleros limpios, se giró, enfiló para la acera y empezó a hacer como que quería meterse por la puerta del hospital, y la gente tenía los vellos como Lobezno las uñas. Como cabía esperar, llegó el momento de la petalada. Pero resulta que este edificio es de los inteligentes, de esos que tienen las ventanas camufladas detrás de unas viseras de diseño, no sea que alguien vaya a pensar que la gente necesita respirar o que le gusta asomarse a mirar, y esas cosas tan toscas y antiguas. Total, que por debajo de aquellas lamas empezaron a salir manitas arrojando pétalos como buenamente podían, parte de los cuales lograron alcanzar el palio gracias a que este estaba justo debajo. Para cualquiera que haya visto una lluvia de flores desde una balconada de caoba o incluso desde una azotea vulgaris, la escena tenía un cierto aire menesteroso, casi presidiario. Parte del respetable se decidió por una ovación clamorosa; la otra parte, por preguntarse si habría que entrar y liberarlos. Pero emoción hubo. Así pasó la procesión y, con ella, los 3.093 globeros que iban detrás azuzándole a la gente a Dora la exploradora. Algunos habían sacado las sillas del comedor a la calle. Otros parecían tentados de hacer lo propio con el sofá rinconero y la chaise longue. Una señora mayor, entusiasmada con el espectáculo y arreglada como Dios manda, veía alejarse la comitiva hacia Sevilla. Por alrededor revoloteaba su familia. Cuando la nieta, toda una mujer, le dijo que se iba al centro y que qué le apetecía hacer a ella, la señora respondió que sí, que se iba también, pero bastaron dos silencios espesos y la información de que en el centro iba a haber mucha gente (todo por el bien de la señora, claro) para que la abuela comprendiera que lo más conveniente era irse a su casa. Daban ganas de llorar. Ya podían trepar los bomberos al hospital y reventar las tulipas de diseño aquellas para que los internos pudieran ver la calle, que no había forma de dar calor a las orejas: la tristeza se había apoderado del atardecer y la señora tomó el camino de su casa, para no molestar. Lo hizo despacito, sin ni siquiera un descafeinado de por medio, bajo las miradas de otros abuelos presos de su vejez tras las ventanas. Y despacito, también, porque en materia de flujos de masas la gente de Sevilla muestra una soltura similar a la de una manada de perezosos de hormigón. Gentilicios de Sevilla: sevillano, hispalense, marmolillo, peñasco. Eso de que la gente de aquí domina el arte de la bulla es para llamar al corneta solista de las Cigarreras y, al grito de ven acá p’acá, pedirle que le haga un sostenuto de los de romper cristales en toda la oreja al que lo haya dicho, a ver si se la descongela. En Sevilla, la gente no se para: arraiga. Y no se mueve: rebulle. Esto merecería una disertación si no fuese por un detalle que dulcificó los ánimos y compensó el olvido del machete de abrirse camino por entre la maleza: las rosas malvas de los jarrones del paso de la Virgen del Rocío, lo más delicioso y lo más comentado de toda la jornada, junto con la manía de las bandas de música de entregarse en cuerpo y alma a percusiones importadas de Botsuana. Eso, cuando había abuelas, no pasaba.

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