El montón de cáscaras de pipas que había en el suelo revelaba las horas de espera sobre el asfalto de la calle Imagen. La amplitud de la avenida y la reducida nómina de nazarenos permitía ver la salida sin demasiada dificultad. Aún así, había quien se había apostado a las puertas de la iglesia de San Pedro desde media tarde:"Me gusta ver atardecer con la salida del Cristo de Burgos, una devoción que también es sevillana", decía Carmen, burgalesa de 60 años que, con su nieto en brazos, trataba de cubrirse con el abanico en la cabeza del sol que entraba por la plaza de la Encarnación.
La cofradía sigue un guión escrupulosamente cuidado, digno de las Semanas Santas en blanco y negro. Hasta el manojo de llaves que lleva el señor que abre la puerta parece de otro tiempo. Todo se mide al más mínimo detalle: cera negra en los tramos del Crucificado, servidores de librea en la cruz de guía y dos más, estos infantiles, en la delantera del paso. Prueba de ello son las palabras que dirige el capataz Antonio Santiago a uno de los músicos de la banda de Tejera antes de sacar el paso: "Dile a José Manuel [por el director de la banda] que no se toca hasta que no esté el palio totalmente arriba".
La dificultad de la maniobra bien merece el silencio absoluto. La de Madre de Dios es una de las salidas más difíciles de la Semana Santa. Faldones levantados, rodilleras para los costaleros y refuerzo de la otra cuadrilla desde fuera. El esfuerzo deja boquiabierto a César, madrileño recién llegado aSevilla que no paraba de hacer fotos:"Es imposible que salga". Pero lo fue. El palio bajó a una altura desde la que se podía tocar con sólo extender la mano el ramillete de azahar que llevaba sobre la peana. Muy de cerca se podía contemplar el bordado de la nueva saya azul, de Pedro Pablo Gallardo, según diseño de José Asián. "Arriba", gritó Santiago, despertando el aplauso de los asistentes.El Cristo de Burgos se adentraba en Orfila, preludio de un prendimiento panadero.
